Parte II
Claves programáticas
25/06/2005
1.EL MOVIMIENTO ANTIGUERRA Y LA GUERRA/OCUPACIÓN DE IRAK
La emergencia del movimiento antiguerra fue un hecho enormemente progresivo. En el medio de los aprestos a la invasión militar a Irak, la movilización de millones de personas en los cinco continentes fue la oposición más grande que se levantó contra el intento de Bush de rediseñar el mundo y el Medio Oriente a su favor. Desde entonces, aunque con enormes altibajos, sigue siendo un factor presente de la realidad mundial, como demostró su acción después de los atentados del 11/3 en España, que obligaron al retiro de las tropas de este país de la coalición pronorteamericana, o en la importante pérdida de votos de Blair en las recientes elecciones en Gran Bretaña a pesar de su victoria electoral.
Sin embargo, en Europa, donde este movimiento fue más fuerte, tanto las direcciones sindicales, incluidos los sindicatos “alternativos” y “combativos” como el IGM, el SUD, y los COBAS como los principales referentes del movimiento antiglobal como ATTAC, incluidos los autonomistas, le impidieron ser una herramienta eficaz para parar la maquinaria militar norteamericana. Antes del inicio de la guerra estas direcciones le imprimieron un carácter esencialmente pacifista que sembraba ilusiones en las potencias europeas que se oponían a la guerra y en las Naciones Unidas.
Las únicas posibilidades de detener la guerra desde fuera del teatro del conflicto, era parando la maquinaria militar que la hacía posible.
La “maquinaria de guerra” se compone principalmente por los estados y gobiernos que la llevan adelante, más las burguesías imperialistas que la financian y esperan obtener beneficios de ella. Sólo con una gran lucha contra los gobiernos de los países agresores se podía parar la agresión imperialista, o aún darla vuelta y transformarla en una lucha social contra los gobiernos imperialistas. Pero salvo acciones aisladas, las direcciones del movimiento antiguerra impidieron que la clase obrera con sus métodos y programas fuera el centro de gravedad de la lucha contra la guerra mediante la huelga general, el boicot y el sabotaje a la industria y al transporte de pertrechos de guerra. Es por eso que la política de los marxistas revolucionarios contra la guerra es la combinación del derrotismo revolucionario en los países agresores, para lo cual es una base de apoyo el movimiento antiguerra pero que debe avanzar del actual pacifismo (objetivamente progresivo en los países imperialistas agresores) a la lucha abierta contra los gobiernos imperialistas como los de Bush, Blair y Berlusconi. La experiencia de la lucha de Argelia contra el imperio francés o del heroico pueblo vietnamita contra el ejército norteamericano, demostró que la combinación de la resistencia de los pueblos oprimidos y la movilización en las potencias imperialistas agresoras, ha permitido la derrota de los más poderosos ejércitos del mundo, aunque por el rol de sus direcciones esto se lograra a un alto costo que no economizó pérdidas en vidas y años de guerra.
Una política revolucionaria de este tipo sólo podía surgir del combate abierto contra las direcciones y la ideología pacifista que éstas propugnaban, que condena por principio toda guerra por “inmoral”, llevando a igualar la violencia contrarrevolucionaria de los opresores con la legítima lucha de los oprimidos. Por eso el punto de partida del programa revolucionario es definir que la guerra de Irak es una clara guerra de agresión imperialista contra una nación oprimida. Bajo la máscara de la “democracia”, el gobierno de Bush busca liquidar toda soberanía nacional para sojuzgar a su pueblo y expoliar sus riquezas. Toda guerra de defensa y liberación nacional de una nación oprimida, es para los revolucionarios una guerra justa y legítima, como lo fueron -por ejemplo- la lucha por la liberación nacional de Argelia contra los colonialistas franceses o la guerra de Vietnam. En este tipo de guerras, los revolucionarios nos ubicamos en el campo militar de los países semicoloniales, independientemente del carácter del régimen que los gobiernen porque el triunfo del país imperialista significará dobles cadenas para el pueblo de la nación semicolonial, y padecimientos peores aún que con su dictadura doméstica. En el caso de Irak nos ubicábamos por la derrota militar del imperialismo norteamericano y su coalición, a pesar del carácter reaccionario y dictatorial de Saddam Hussein.
Seguimos en esto las enseñanzas del marxismo revolucionario, cuyos fundamentos planteara con total claridad Trotsky frente a una eventual guerra entre el régimen semifascista de Brasil dirigido por Vargas en los ’30 y la imperialista Inglaterra. En este marco decía “en este caso, yo personalmente estaría junto al Brasil ‘fascista’ contra la ‘democrática’ Gran Bretaña. ¿Por qué? Porque no se trataría de un conflicto entre la democracia y el fascismo. Si Inglaterra ganara, pondría a otro fascista en Río de Janeiro y ataría al Brasil con dobles cadenas. Si por el contrario saliera triunfante Brasil, la conciencia nacional y democrática de este país cobraría un poderoso impulso que llevaría al derrocamiento de la dictadura de Vargas. Al mismo tiempo, la derrota de Inglaterra daría un impulso al movimiento revolucionario del proletariado inglés”. Por eso el primer punto de nuestro programa revolucionario frente a la guerra de Irak fue el de la derrota de las tropas imperialistas. Pero esta ubicación en el campo de la nación oprimida no significa como hacen las corrientes populistas, confundir la justa defensa de la nación oprimida con su dirección eventual. Como demostró toda la historia del siglo XX y más recientemente la dictadura militar argentina en la guerra de Malvinas contra el imperialismo británico o Sadam Hussein en las dos guerras del Golfo, la burguesía de la nación oprimida, es incapaz de tomar las medidas militares y políticas que llevarían a derrotar al imperialismo. Su temor a la lucha de clases y a impulsar el armamento generalizado de la población para defenderse demuestran que, aún siendo agredidas por el imperialismo, prefieren la derrota nacional a desatar fuerzas sociales que cuestionen su dominio de clase. Por eso los revolucionarios nos ubicamos en el campo militar de la nación oprimida y desde esa trinchera planteamos un programa que combine las tareas de la liberación nacional con el método y los objetivos de la revolución proletaria como forma de disputar la dirección de la guerra a la burguesía nacional, que más pronto que tarde terminará capitulando y permitiendo las más desmoralizantes derrotas nacionales. Es que el proletariado es la única clase que puede unificar y dirigir al conjunto de las capas explotadas en una lucha hasta el final contra el imperialismo, como parte de una estrategia revolucionaria e internacionalista.
En el caso de Irak, sólo una acción independiente de la clase obrera y las masas iraquíes podría haber derrotado al invasor, dejando al pueblo iraquí en mejores condiciones para liberarse del régimen de Hussein, a la vez que su triunfo nacional hubiera constituido un extraordinario acicate para la lucha contra la explotación y por la libertad de todos los pueblos oprimidos de la región y el mundo.
Esta misma lógica hoy se continúa bajo la ocupación militar y frente al desarrollo de la resistencia.
Muchos sectores que ayer se opusieron a la guerra porque la consideraban una acción injustificada del gobierno de Bush, hoy por el carácter islámico de la resistencia iraquí se niegan a pelear por el triunfo de las masas del país ocupado. Esto es un razonamiento equivocado que no plantea como principal cuestión la derrota del imperialismo. Un triunfo de las masas iraquíes daría un impulso a las masas de todo Medio Oriente que pondría en cuestión la dominación imperialista en esta estratégica zona del planeta que concentra las principales fuentes de petróleo, amenazando al mismo tiempo el poder de las burguesías de la región. A su vez la derrota de los imperialistas en Irak potenciaría la lucha del proletariado y de las masas de los países centrales al debilitar a los gobiernos guerreristas, como en el pasado fue el caso de la derrota de Vietnam para los EUA. Sólo desde esta ubicación es posible luchar por una dirección y un programa claramente antiimperialista que lleve al triunfo de la nación oprimida. Esto pasa en primer lugar por denunciar, a pesar de sus distintos intereses, el carácter colaboracionista del clero chiíta fundamentalmente su máxima figura Al Sistani, con las tropas norteamericanas. En segundo lugar, cuestionar la forma en que conducen la resistencia los sectores sunitas, que le imprimen a esta lucha un carácter tribal y sobre todo, el ala minoritaria fundamentalista islámica que utiliza métodos brutales como atentados contra la población chiíta que sólo fortalecen la ocupación imperialista. Sólo una dirección que busque transformar a la clase trabajadora, la única que puede llevar la lucha contra el imperialismo y todos sus agentes hasta el final, en clase dirigente de la nación oprimida, podrá lograr una unidad efectiva contra el invasor imperialista y convertirse en una fuente de inspiración para los pueblos oprimidos de la región y de todo el mundo.
Un nuevo auge del fenómeno religioso
Históricamente las clases dominantes utilizaron la religión para reforzar el sometimiento de las clases explotadas, predicando entre las masas desposeídas la paciencia y la sumisión frente a la miseria y la opresión, justificando el sufrimiento con la ilusión de una vida en el más allá, mientras que en la tierra, instituciones como la Iglesia Católica o las iglesias protestantes, acumulan riquezas materiales y poder político. Esta doble moral clerical se manifiesta en todos los terrenos. Lo hemos visto por ejemplo, en el caso de Argentina, en la complicidad de la Iglesia con el terrorismo de estado. Es particularmente obscena en cuanto a la prédica represiva a favor de la castidad y de la discriminación, mientras que obispos y sacerdotes integran redes de abuso de menores.
Por eso Marx definía a la religión como “el opio de los pueblos”.
Los marxistas revolucionarios somos ateos irreconciliables y luchamos contra la injerencia de la religión en la vida pública, defendiendo y peleando por conquistar derechos democráticos básicos como el derecho al aborto y a la libre elección de la sexualidad. Sin embargo, sabemos diferenciar nuestra actitud de denuncia y combate contra las instituciones y las jerarquías religiosas que juegan un rol reaccionario en mantener el statu quo, de la tarea paciente de persuasión hacia las masas obreras y populares de nuestra visión materialista del mundo y de las relaciones sociales que caracterizan una época histórica dada. Esto tiene consecuencias programáticas, como por ejemplo la política de los bolcheviques hacia los pueblos de oriente del ex imperio zarista, a los que la Unión Soviética les garantizaba sus plenos derechos de autodeterminación nacional, respetando sus tradiciones culturales.
Aunque en el “mundo occidental” las iglesias y las jerarquías religiosas no gobiernan directamente en ningún país, en los últimos años estamos asistiendo a un aumento considerable del poder eclesiástico y de su influencia en la vida política. Los ejemplos abundan.
En Estados Unidos, la derecha cristiana tiene un gran peso en el gobierno de George Bush, sumándose al clima reaccionario y a los ataques a las libertades democráticas, con campañas contra el derecho al aborto, contra el carácter laico de la educación y contra la libertad sexual -como por ejemplo contra el matrimonio entre personas del mismo sexo. Esta ofensiva se repite por ejemplo en la política de la Iglesia Católica en el Estado Español, que se veía favorecida por el anterior gobierno de Aznar.
El propio Bush se siente “inspirado por Dios” y justifica sus políticas imperialistas con términos como “cruzada” y “eje del mal”, que recuerdan las guerras religiosas. Incluso ideólogos norteamericanos hablan de una “guerra de civilizaciones” y ubican a los pueblos musulmanes como la “amenaza” a la “democracia occidental”.
La Iglesia Católica sigue siendo un importante factor de poder a favor de sostener el orden capitalista, como lo demostró claramente el extinto papa Juan Pablo II con su rol en el proceso de restauración del capitalismo en Polonia y los estados de Europa del Este.
El sionismo, aunque se define más por su carácter colonial y proimperialista que por ser un movimiento teocrático, surgió con el objetivo de fundar un estado exclusivamente judío, y en 1948 su empresa culminó en la fundación del Estado de Israel sobre la base de la limpieza étnica de la población palestina, dando lugar a un enclave racista que justifica sus políticas expansivas y la opresión contra el pueblo palestino con el “reclamo bíblico” sobre el conjunto del territorio palestino. Los partidos religiosos tienen un peso importante y sus simpatizantes son mayoritariamente colonos que viven en los asentamientos en los territorios ocupados, verdaderos grupos de choque contra la población palestina.
Pero la religión también ha sido tomada como bandera por movimientos que de una forma distorsionada expresan la bronca de los oprimidos, tal es el caso de las direcciones islámicas que hoy vemos actuar, por ejemplo, en la lucha palestina o en la resistencia iraquí contra la ocupación norteamericana.
El carácter reaccionario de las direcciones confesionales
El fracaso histórico del nacionalismo burgués árabe dio lugar al auge del fenómeno conocido como “Islam político”, que tomando un discurso antinorteamericano y antisionista está logrando audiencias importantes en los sectores más radicalizados de las masas árabes y musulmanas, como lo expresa por ejemplo la organización palestina Hamas o el partido libanés Hezbollah.
La instrumentación activa de la religión para objetivos políticos se acentuó a partir de la década del ’60 para enfrentar las tendencias nacionalistas y seculares. Esta politización de la religión dio un salto con el triunfo de la revolución iraní en 1979 que culminó con el establecimiento, luego de liquidar a su ala izquierda, de un reaccionario régimen teocrático, encabezado por el ayatola Khomeini.
Pero mientras que el chiísmo radical surgido de la revolución iraní atraía la simpatía de la juventud plebeya y marginada que intentaba convertir al islamismo en un movimiento antiimperialista, Arabia Saudita, el otro gran polo de irradiación religiosa, aliado incondicional de Estados Unidos, propiciaba la difusión en los países musulmanes de una variante islámica conservadora -el wahabismo- financiando la construcción de mezquitas y madrasas (escuelas religiosas para la educación de niños de sectores populares), para contrarrestar la onda expansiva de la revolución iraní. En la década de 1980, este “petro-islam” financió a la “jihad afgana” que tenía como causa la lucha contra la Unión Soviética, que sostenía con las tropas del Ejército Rojo a un régimen prosoviético pero antipopular en Afganistán. Estados Unidos apoyaba y también financiaba a los militantes de la “jihad” a los que llamaba los “combatientes de la libertad”, aprovechando el profundo anticomunismo y el carácter reaccionario de este movimiento, que después de una década de combates obligó a retirarse al Ejército Rojo, lo que aceleró la caída de la propia Unión Soviética.
Pero los grupos armados islámicos que actuaban en Afganistán bajo la dirección de Osama bin Laden, desarrollaron su propia dinámica y posteriormente dieron lugar al surgimiento del reaccionario gobierno talibán y a la red Al Qaeda. Esta organización se transformó en el peor enemigo de la monarquía saudita y de Estados Unidos, que una vez desaparecida la Unión Soviética y liquidado el nacionalismo, no necesitaba más de los servicios de estos grupos islamistas.
Mientras que organizaciones como Al Qaeda, el talibán o el GIA argelino tienen un carácter completamente reaccionario, lo que se ve en la opresión insoportable hacia las mujeres, en los castigos ejemplares contra los que no obedezcan completamente las prescripciones religiosas, y también en sus métodos terroristas que no diferencian en sus blancos a los trabajadores y a los civiles, que en general terminan siendo las víctimas de sus atentados, como se vio por ejemplo en el atentado a la estación de Atocha en Madrid, hay otras organizaciones como Hezbollah en el Líbano, el Movimiento de Resistencia Islámico (Hamas) y Jihad Islámica palestinas, o sectores de la resistencia iraquí, que son parte de movimientos más amplios de liberación nacional, de donde surge su legitimidad, incluso para acciones militares terroristas, como forma de enfrentar a potencias muy superiores desde el punto de vista militar.
Los revolucionarios defendemos a los militantes de estas organizaciones islamistas radicales contra el ataque de las fuerzas reaccionarias, sean imperialistas o del Estado de Israel. Defendemos el derecho de Irán, como país semicolonial, a resistir las presiones del imperialismo norteamericano y europeo. Defendemos los derechos democráticos de las comunidades musulmanas en occidente que sufren el ataque de los gobiernos imperialistas, como en Estados Unidos donde los árabes son considerados sospechosos y pueden ser detenidos en cárceles clandestinas y torturados. También defendemos sus derechos culturales en países imperialistas que posan de “democráticos” como Francia, que prohíbe en las escuelas el uso del velo a las jóvenes musulmanas.
Como planteamos más arriba, nos pronunciamos categóricamente por la derrota de Estados Unidos y el triunfo de la resistencia iraquí, porque consideramos que una derrota del imperialismo fortalece la lucha de las masas oprimidas.
Desde esta posición antiimperialista, combatimos a las direcciones islámicas que persiguen una estrategia reaccionaria de establecer un estado teocrático que liquida libertades democráticas básicas y que por lo tanto las transforma en enemigas de la liberación de los trabajadores, los explotados y los oprimidos. La ilusión que alimentan de una “comunidad de los creyentes” pretende ocultar las obscenas divisiones de clases de las sociedades islámicas, y es enemiga de que la clase obrera a la cabeza de las masas oprimidas de la región enfrente al imperialismo y sus gobiernos locales sirvientes con una política independiente. Toda vez que han accedido al gobierno, mostraron su carácter de agentes de las clases capitalistas locales y mantuvieron el sometimiento de la gran mayoría del pueblo con regímenes represivos. Por lo tanto, más allá de su demagogia social o de las contradicciones que puedan tener con Estados Unidos, constituyen en los países musulmanes, los principales obstáculos para la revolución obrera y socialista.
2. CONTRA LA EUROPA DEL CAPITAL, POR LOS ESTADOS UNIDOS SOCIALISTAS DE EUROPA
La UE es un proyecto de acuerdo interestatal dirigido por las burguesías imperialistas de los países más fuertes de Europa occidental para competir por el dominio del mundo y sus mercados, especialmente contra el imperialismo estadounidense en su fase de declive hegemónico. A diferencia de la vieja CEE, este acuerdo interestatal está compuesto por países imperialistas y países en proceso de semicolonización en distintos grados de Europa del Este.
En esta primera fase de guerra económica, el objetivo de la UE es triple. Constituir un bloque arancelario y aduanero medianamente compacto frente a la competencia exterior y favorecer la concentración capitalista a nivel regional. Aumentar la productividad relativa del trabajo y bajar los costos de trabajo a nivel europeo. Profundizar la penetración imperialista en su patio trasero semicolonial externo tanto en África, Asia o América Latina e institucionalizar su dominio en su patio trasero semicolonial interno con los países recientemente incorporados, presionando a su vez a las repúblicas de la ex URSS y a la misma Rusia.
El carácter de este proyecto es enteramente reaccionario y antiobrero, buscando utilizar a la mano de obra barata y calificada de los trabajadores del Este para atacar las conquistas que aún quedan de los trabajadores de los países imperialistas europeos, como se viene viendo en los distintos planes de la burguesía del continente, como la agenda 2010 de Schroeder o el plan de liquidar las 35 horas del gobierno de Chirac en Francia. Estas políticas neoliberales e imperialistas de los estados miembros se corresponden con las “directivas” y leyes que se acuerdan en la Comisión y en el Parlamento Europeo, de ahí la hostilidad de los trabajadores y la indiferencia de muchos de ellos frente al actual proceso de construcción de la UE. Esto derivó en el triunfo del voto NO en el plebiscito en Francia en mayo de 2005, que fue visto por la juventud y los trabajadores como una herramienta para rechazar en bloque este proyecto constitucional antiobrero y antipopular tanto como para sancionar al odiado gobierno Raffarin, a Chirac y a la Europa del capital con su constitución abiertamente neoliberal. Aunque haya sido un “NO” heterogéneo tanto desde un punto de vista social como político - dado que llamaban a rechazar la “constitución” desde la extrema derecha de Le Pen hasta la izquierda política y sindical, incluyendo a los trotskistas de LO, la LCR y el PT, o ex-ministros socialdemócratas- el voto negativo tiene esencialmente características obreras y populares, a diferencia del NO holandés donde el tono socialchovinista fue predominante. Esta derrota para el presidente Chirac y la clase política francesa abrió una importante crisis no sólo en el gobierno sino también en el Partido Socialista, que llamó oficialmente a respaldar el SI en el plebiscito, cuando la mayoría de su base electoral votó por el NO, dejando expuestas sus divisiones internas y su falta de liderazgo político.
Esta crisis política en Francia, uno de los ejes de la construcción europea, se da en un marco de un estancamiento económico en los países más fuertes de la UE, de una crisis social -que se expresa en el aumento del desempleo que ya llega a más de un 10%-, y una crisis cultural y de identidad frente a los cambios que han ocurrido en Europa en los últimos años, como la incorporación de los países de Europa del Este. La crisis de los de arriba puede ser utilizada por el movimiento de masas para pasar a la ofensiva.
La otra cara del ataque a las conquistas de los trabajadores de los países centrales, es la incorporación de los países de Europa del Este, donde queda expuesto su contenido profundamente imperialista. A diferencia de la adhesión de Grecia, España y Portugal en la década del ’80, que debieron reestructurar sus economías pero fueron compensadas por una importante asignación de fondos presupuestarios cercanos a un plan Marshall, ningún país de Europa del Este gozará de un tratamiento similar. Por el contrario, lo que se prevé es que los montos netos asignados al conjunto de los nuevos miembros serán muy inferiores a los 100 mil millones de dólares por año que Alemania, para atenuar los conflictos sociales de su unificación, entregó a los nuevos landers desde la desaparición de la ex República Democrática Alemana en 1989. No sorprende que con esta política, a pesar de la recuperación de los últimos años, muchos países permanezcan por debajo de su nivel de producción de 1989. Peor aún ha sido la carga que ha debido soportar la población producto de la restauración capitalista y que ha redundado en la elevación de las tarifas de la electricidad, los alquileres, el transporte, la privatización de los servicios públicos (que en el pasado eran gratuitos y ampliamente asociados al empleo en las grandes empresas) y el aumento de los precios agrícolas, todo lo cual ha significado una importante regresión social. Por su parte, mientras el crecimiento proviene del desarrollo de pequeñas empresas privadas, muchas veces precarias, y de las inversiones extranjeras directas, desde el punto de vista de la creación de empleos, todo esto no compensa el desmantelamiento de las grandes empresas. Hay pues un aumento del desempleo (actualmente del 20% en Polonia), de la precariedad y de las desigualdades regionales y sociales, que afectan especialmente a las mujeres. De ahí la prostitución, el trabajo en negro y el repliegue en pequeñas parcelas de tierra, a modo de “seguridad social”.
De esta estructura diferenciada de países, surgen dos dinámicas revolucionarias, una más parecida a la de los países semicoloniales donde las consignas democráticas y agrarias son esenciales, y otra donde la revolución proletaria enfrenta al capitalismo más avanzado. Olvidar este carácter del programa y tomar a toda la UE como una entidad homogénea, como hacen los altermundistas, puede llevarnos a una serie de demandas que no sirvan para desatar la movilización revolucionaria de las masas y en el peor de los casos a no luchar contra el propio imperialismo, cediendo a las presiones socialchovinistas de la burocracia sindical y la aristocracia obrera.
A pesar de sus avances la UE no es un estado, ni está en proceso de serlo; es una alianza hoy en día defensiva, en pos de transformarse en ofensiva en relación a los EEUU y otros competidores imperialistas. Por el momento las contradicciones nacionales entre los distintos países miembros han pasado a un segundo plano para posicionarse mejor entre el imperialismo estadounidense y de otras regiones, pero esto no significa que los países imperialistas de Europa occidental no tengan fundamentalmente intereses contrapuestos, lo que convierte en utópica la unidad de Europa en manos de la burguesía. Esto no significa apoyar los proyectos burgueses alternativos a la UE, ‘nacionales’ o ‘autárquicos’ que sólo llevan a embellecer a los viejos estados imperialistas. Nuestro objetivo es ¡ni la Europa del Capital ni los viejos Estados nacionales! Por gobiernos obreros revolucionarios. Por una Europa Unida Obrera y Socialista. La única clase capaz de unir genuinamente al continente es la clase obrera acaudillando a sus aliados de clase; lo que implicará la transformación revolucionaria socialista del continente.
3. SUDAMÉRICA: LA REGIÓN MÁS AVANZADA DE LA LUCHA DE CLASES INTERNACIONAL
A pesar de los recambios gubernamentales “progresistas” en varios países con los que la burguesía ha logrado contener las tendencias a la emergencia abierta del movimiento de masas, Sudamérica sigue siendo la región más avanzada desde el punto de vista de la lucha de clases a nivel internacional, con epicentro en Bolivia, donde sigue abierto un proceso revolucionario que ya ha derribado dos gobiernos, el de Sánchez de Lozada en 2003 y el de Mesa en junio de 2005.
Aunque más retrasada, la creciente actividad de masas y crisis políticas en Centroamérica -movilizaciones antigubernamentales en Nicaragua y Panamá, por un lado, y la intervención imperialista en Haití, por otro-, muestran que la inestabilidad estructural se extiende a prácticamente toda América Latina.
La situación es desigual en América del Sur. En los países del Mercosur, en el marco de una importante recuperación económica y del efecto político de los recambios gubernamentales, se mantiene una mayor “contención” del proceso de lucha de clases, aunque ha aumentado considerablemente la lucha reivindicativa de sectores importantes de la clase obrera. Esto no significa estabilización a largo plazo, ni la resolución de las crisis orgánicas de la dominación burguesa (cuyos mecanismos e instituciones están desgastados tras décadas de aplicación de planes “neoliberales” en el marco de democracias burguesas semicoloniales), ni la interrupción de procesos de recomposición del movimiento obrero y de masas con expresión en los realineamientos de franjas de vanguardia como es el caso de estos dos países.
En los países andinos siguen primando la desestabilización y una tendencia mayor a la acción directa y a la intervención del movimiento de masas, como muestran claramente los procesos de Bolivia y Ecuador.
Desde el punto de vista económico, tras varios años de recesión y colapsos como el de la “convertibilidad” en Argentina, la recuperación económica (que promedia un 5% para el conjunto de la región) mejora los negocios para el conjunto de la burguesía y alivia coyunturalmente la desocupación, pero no significa una “redistribución” del ingreso, como prometían los progresistas, ni un aflojamiento de la opresión imperialista y mucho menos la disminución de la enorme polarización social y el brutal grado de explotación obrera.
A su vez, subsisten fricciones frente a la presión del imperialismo sobre la región que históricamente considera como su “patio trasero”. EE.UU. está embarcado en una ofensiva para recomponer su hegemonía a nivel mundial, con rasgos cada vez más saqueadores, intervencionistas y belicistas, como muestra Irak, que incluye como uno de sus puntos de apoyo importantes disciplinar y avanzar en la recolonización de América Latina. Sin embargo, no está logrando revertir un cuadro de erosión de su hegemonía política y económica en América del Sur. EE.UU. ha debido renunciar de hecho a su proyecto original de ALCA y a algunos de sus planteos más ambiciosos, como el estatus de “inmunidad” para sus tropas (salvo en Paraguay), no logra aislar a Venezuela y perdió a agentes incondicionales con la caída de gobiernos en Bolivia o Ecuador.
Esto, pese a que la competencia interimperialista sobre suelo latinoamericano se ha amortiguado relativamente, por la reconcentración de los esfuerzos de Europa en construir la UE y expandirse hacia Europa Oriental, mientras que en Latinoamérica acuerdan con los yanquis en la defensa de las trasnacionales, lo que disminuye su espacio de juego como “alternativa amistosa” frente a Washington (sin despreciar las oportunidades, como muestran el acuerdo de Zapatero con Chávez y otros gestos) y con ello, acota en la coyuntura los márgenes de maniobra de las burguesías nativas para jugar con las contradicciones interimperialistas.
El disciplinamiento automático con los planes yanquis que primó en los ’90 bajo el “Consenso de Washington” es cosa del pasado. Mientras el dominio yanqui se siente más pesadamente sobre México y Centroamérica, sus posiciones al sur del Canal de Panamá se debilitaron. Estos realineamientos polarizan el orden regional de Estados entre un ala más proyanqui, integrada por Chile, Colombia y algunos otros países, y un ala con un discurso demagógicamente “sudamericanista” en torno a Brasil, que se posiciona, cierto que muy tímidamente, para regatear mejores condiciones en su subordinación al imperialismo, aunque sin formar siquiera un bloque unido y con diferentes políticas nacionales (de hecho se dan constantes roces entre diversos Estados de la región).
En diversos países y aunque con distinto ritmo e intensidad, maduran “crisis nacionales generales” en las que se combinan la debilidad estructural de los capitalismos semicoloniales, las crisis político-estatales (expresión de las crisis orgánicas de la dominación burguesa) y altos niveles de lucha de clases que han volcado contra la clase dominante las relaciones de fuerzas más generales. Esto es particularmente notable en la subregión andina, que sigue siendo en la presente coyuntura el área de mayor inestabilidad política y extrema tensión de todos los antagonismos sociales.
En Bolivia, que combina de manera explosiva el carácter de rapiña de la expoliación imperialista, la profundidad de la “crisis nacional general” del capitalismo más débil y paupérrimo de Sudamérica, la descomposición político-estatal burguesa y el auge de un movimiento de masas con gran tradición combativa y radicalidad en los métodos y demandas, se han vivido nuevas jornadas de movilización de masas que pusieron fin al gobierno de Mesa y frenaron el intento más abierto de la oligarquía cruceña de hacerse con el poder, tendiendo a reabrir el camino del levantamiento de Octubre.
A fines de abril en Ecuador cayó bajo el embate de un nuevo levantamiento el gobierno de Gutiérrez, el ex líder del levantamiento del 21 de enero del 2000, que subió al gobierno como el que “acabaría con la corrupción y recuperaría la soberanía nacional”, para alinearse con el imperialismo y la reacción interna. Gutiérrez, incapaz de imponer el giro bonapartista con que trata de saltar por sobre la madeja de contradicciones en que terminó inmerso, sin poder calmar a la derecha empresarial y habiendo perdido el apoyo de la izquierda y el indigenismo con que había llegado al poder. Su caída ilustra los límites del “progresismo” latinoamericano, allí donde la debilidad del capitalismo local y la extrema crisis política y social acota más los márgenes de maniobra de este tipo de gobiernos de contención.
En Perú, un agonizante Toledo (que subió tras la caída de Fujimori como el “gobierno de todas las sangres”, garante de la “transición a la democracia”) sobrevive en medio de un enorme descrédito, cotidianos escándalos de corrupción, la descomposición de su propio partido y una inagotable efervescencia de masas, apostando a llegar a las elecciones gracias al rol de contención y desvío electoral que juegan el APRA y otras fuerzas del régimen, y sobre todo al freno impuesto por la CGTP y las distintas variantes burocráticas, apristas, stalinistas y maoístas.
Es que continúa el ciclo ascendente de la lucha de clases a nivel regional. La emergencia de un nuevo movimiento de masas con tendencias a la acción directa, a la lucha en las calles, a los piquetes, a los bloqueos, las huelgas, los continuos levantamientos de los explotados que han tirado gobiernos elegidos por el sufragio universal, se han transformado en una constante desde los inicios del siglo XXI. Los puntos más álgidos de estos procesos los han constituido las acciones independientes del movimiento de masas en países como Argentina, que en el 2001 terminó con el gobierno de De la Rúa, la derrota de la asonada golpista y del boicot petrolero contra el gobierno de Chávez en Venezuela, y sobre todo el ensayo revolucionario de octubre del 2003 en Bolivia que volteó al gobierno de Sánchez de Lozada, que planteó las tendencias a la insurrección y la toma del poder por parte de los explotados aunque éstos no lo pudieron resolver por problemas de dirección. La profundidad de la crisis boliviana ha llevado a un nuevo acto de este proceso revolucionario en junio de 2005, cuando tras dos semanas de intensa actividad del movimiento de masas, cayó el gobierno de Mesa.
La inestabilidad política y el “clima de revuelta” que recorren el continente, con explosiones de masas como las señaladas e innumerables luchas obreras, campesinas y populares, son alimentadas por las reiteradas debacles económicas como consecuencia de dos décadas de aplicación de programas “neoliberales” de penetración del capital extranjero y agravamiento del dominio imperialista que han exacerbado al extremo las contradicciones del capitalismo semicolonial latinoamericano, los antagonismos sociales y las crisis políticas que corroen en diverso grado a los regímenes y gobiernos burgueses. Aunque en los dos últimos años, la región experimentó una importante recuperación económica impulsada por las materias primas al calor de la recuperación de la economía mundial, las tendencias a la inestabilidad se siguen manifestando, como muestra el nuevo embate de las masas bolivianas que derribó al gobierno de Mesa.
Este nuevo ciclo de la lucha de clases en América del Sur tiene una característica más urbana, con protagonismo destacado de los pobres urbanos y de incipiente entrada del proletariado, como mostraron los mineros de Huanuni en el Octubre boliviano, las experiencias avanzadas de control obrero y la lucha salarial en Argentina y los fenómenos de reagrupamiento de la vanguardia obrera en Brasil.
Esto lo distingue de los procesos de la década pasada donde los actores dominantes eran el campesinado y los pueblos indígenas, como fue el caso del levantamiento zapatista de 1994, el MST en Brasil, los campesinos en Paraguay y su punto más alto en las movilizaciones que en Ecuador derribaron a los gobiernos de Bucaram (1997) y Mahuad (2000). Por supuesto, esto no niega que estos aliados estratégicos del proletariado sigan jugando un rol muy importante, como lo demuestran en los países andinos, en particular en Bolivia, la participación de los campesinos e indígenas del Altiplano y los cocaleros del Chapare. Sin embargo, como se expresa en Argentina y Brasil, la recomposición del movimiento de masas se expresa más por una lenta pero sostenida recuperación del movimiento obrero industrial y de los servicios, concentrados en las grandes ciudades.
Los recambios de gobiernos “progresistas” buscan responder a esta situación para recomponer un equilibrio burgués. Ante la crisis y el descontento generalizados del movimiento de masas creados por el salto en la expoliación imperialista que sufrió la región, las burguesías locales se vieron obligadas a recurrir a un recambio en parte importante de su personal político dejando atrás sus desgastados gobiernos neoliberales y encaminándose hacia gobiernos de carácter más reformista con el objetivo de contener las tendencias a la radicalización en los casos donde hubo estallido de masas o evitar que estos emerjan en lugares donde los procesos están más atrasados Los gobiernos de Lula, Kirchner o Tabaré expresan distintos proyectos de conciliación de clases para contener el desarrollo de las crisis nacionales y los procesos de masas, lo que incluye negociar una readecuación de las relaciones entre las distintas fracciones de las clases dominantes y “adecuar” con retoques mínimos las relaciones con el capital extranjero y el imperialismo.
En Bolivia, luego de octubre, asumió Carlos Mesa, que se vanagloriaba de ser “independiente” de los partidos, un gobierno que se caracterizó por su extrema debilidad y que no resistió las enormes contradicciones a las que se vio enfrentado. Aunque con un carácter más preventivo, el recambio de personal político fue más evidente en Brasil, donde por primera vez un ex-dirigente obrero ocupa la presidencia de la república, aunque como representante de un frente de colaboración de clases, o en el caso de Uruguay el gobierno de Tabaré Vázquez y del Frente Amplio que asume por primera vez luego de décadas de alternancia del viejo bipartidismo. En Argentina el gobierno de Kirchner aparece con un discurso más progresista aunque sustentado en el aparato tradicional del Partido Justicialista (PJ) y favorecido por la recuperación económica.
Por ahora estos gobiernos han tenido éxito en sus políticas de contención de la lucha de los explotados. Sin embargo su estabilidad puede ser pasajera, ya que no han solucionado ninguno de los problemas estructurales que afectan a los países de la región y que llevaron a grandes estallidos económicos y sociales como fue el caso de Argentina y posteriormente de la economía uruguaya. Ninguno ha solucionado la terrible carga que significa el pago de la deuda externa, ni los gobiernos de Lula y Tabaré que continúan en forma ortodoxa con los planes del FMI, ni el gobierno de Kirchner que se vanagloria de haber solucionado en forma progresista el endeudamiento externo, cuando después de la salida del default la deuda externa argentina significa la hipoteca de varias generaciones de argentinos. A pesar de decirse voceros de una supuestamente renovada burguesía nacional, ninguno ha alterado la estructura económica regresiva y semicolonial de estos países donde es predominante la penetración del capital extranjero en su tejido industrial y de servicios. Tampoco han paliado las enormes desigualdades sociales que se manifiestan en la creciente brecha de ingresos entre los sectores más ricos y los sectores más pobres, o la creciente concentración de la tierra en manos de unos pocos terratenientes y el creciente empobrecimiento de los campesinos. Y ahora el gobierno de Lula se ve sacudido por escándalos de corrupción al mejor estilo neoliberal. Incluso en Venezuela, el gobierno de Hugo Chávez, que se encuentra a la izquierda de los gobiernos anteriores (apoyándose en la liquidación del viejo sistema de partidos y con características más populistas como árbitro entre la creciente movilización de las masas y las fuerzas de la reacción y del imperialismo), sigue pagando puntualmente la deuda externa y salvo mínimas concesiones no ha resuelto el acuciante problema de la tierra y la miseria de los pobres urbanos.
Por otra parte, en México, la reciente crisis política con el intento de proscripción de López Obrador (candidato del centroizquierdista PRD para las próximas elecciones presidenciales) ha vuelto a poner sobre el tapete la verdadera naturaleza de las políticas de “transición a la democracia” alentadas por el imperialismo durante las décadas pasadas. En México, con el paso del viejo priato, tras 70 años, mediante una “transición pactada”, a un régimen más “pluripartidista” acompañado de la subordinación cada vez más aguda de la economía nacional al imperialismo, a través del TLC-NAFTA, sobreviven todos los males estructurales del atraso, la miseria, la explotación y opresión sanguinarias sobre los trabajadores, los campesinos, los pueblos originarios, y esta “democracia” no ha sido más que una estafa a las más elementales y legítimas aspiraciones democráticas del pueblo trabajador.
Todos estos elementos reafirman que no hay solución a los males estructurales del capitalismo semicolonial, ni siquiera conquistas importantes para las masas, sea en el terreno económico-social o de las libertades democráticas, sea en el terreno de la independencia nacional, a través de los proyectos reformistas, nacionalistas y progresistas, conciliando con la clase dominante y adaptándose a los estrechos márgenes de las “democracias para ricos” semicoloniales, como proponen los Lula, los Tabaré Vázquez, Kirchner, Chávez o Evo Morales. Sólo a través de la más amplia, radical y generalizada movilización de masas, con la clase obrera acaudillando la alianza de las masas oprimidas y explotadas y tomando en sus propias manos la solución a sus problemas, es como pueden atacarse las demandas más vitales y sentidas de los trabajadores, los campesinos y el pueblo pobre.
Esto recalca la importancia de demandas en los países de América Latina como el no pago de la deuda externa, la renacionalización de las empresas privatizadas bajo control de los trabajadores, la lucha por la escala móvil de la horas de trabajo frente al flagelo de la desocupación y la escala móvil de salarios frente a la inflación de los productos que componen la canasta familiar, la expropiación de los grandes latifundios y el reparto de la tierra entre los campesinos, medidas esenciales que la izquierda en su giro a la centroizquierda, es decir, en su salto en la integración al régimen burgués, ha abandonado y que hoy día son parte insustituible de todo programa que quiera enfrentar en formar consecuente la dominación imperialista, a la que están atadas por mil lazos las débiles burguesías nacionales de la región.
Brasil y la estafa del reformismo “obrero”
El gobierno de Lula expresa la estafa de los partidos obreros reformistas que, canalizando el descontento de las masas trabajadoras tras décadas de ofensiva burguesa e imperialista, se posicionan como una alternativa confiable para gerenciar los planes del capitalismo. Su ascenso es producto de la ruptura de la vieja alianza conservadora que sustentó al gobierno neoliberal de F. H. Cardoso y de los temores de la burguesía brasileña frente al posible contagio del default y de las jornadas revolucionarias del 2001 en Argentina. Gracias a Lula la burguesía brasileña ha evitado el “escenario argentino” y ha garantizado la continuidad del programa neoliberal. Así, el Partido de Trabajadores más grande de América Latina, no sólo conformó un “gobierno reformista sin reformas” sino que se transformó en el gobierno de la contrarreforma, con ataques brutales a las más importantes conquistas que los trabajadores brasileños le habían arrancado a la burguesía en décadas de lucha. A seis meses de gobierno llevó adelante una reforma de la previsión social que ni siquiera el gobierno de Cardoso se había animado a aplicar, y se preparaba para nuevas reformas en el campo laboral y sindical cuando fue sacudido por los escándalos de corrupción que obligaron a la renuncia de uno de los dos principales ministros de Lula, José Dirceu.
En amplios sectores del movimiento de masas comienza a cundir la desilusión con Lula y su gobierno. Sus políticas antiobreras y antipopulares contra los trabajadores y el pueblo pobre, han abierto un proceso de reorganización y rupturas en importantes sectores de vanguardia, tanto en lo político como en lo sindical, que pueden estar preanunciando grandes movimientos en el seno de las masas. En las clases medias que depositaron sus esperanzas en que Lula terminaría también con el enriquecimiento ilícito de los funcionarios, las acusaciones de corrupción golpean profundamente. Un síntoma parcial de estas tendencias a la ruptura en el plano político se expresa en el surgimiento del PSOL, y en el movimiento sindical en realineamientos y rupturas dentro de la CUT, que se transformó en guardián de los planes de Lula en el movimiento obrero, de las cuales es una expresión la formación de CONLUTAS (agrupamiento hegemonizado por el PSTU). Pero ambos fenómenos corren el peligro de repetir el curso reformista del petismo de adaptación a la democracia burguesa y a la conciliación de clases y de convivencia con la burocracia sindical. Esta no es una afirmación literaria. En su segundo encuentro nacional el PSOL se negó a votar una enmienda a su resolución nacional que proponía que este partido se declaraba contrario a cualquier tipo de alianzas con partidos de la burguesía como el PDT o el PSB, todo con el ojo puesto en las futuras elecciones de 2006. Por su parte en CONLUTAS, el PSTU, que es predominante, encubre con una retórica izquierdista su negativa a dar una batalla frontal para expulsar a la burocracia sindical de la CUT y sus sindicatos y recuperar los mismos como herramientas de lucha para los intereses de los trabajadores.
Comparados con los 48 millones de asalariados, 22 millones de ellos organizados en la CUT, y los 53 millones que votaron a Lula, se muestra a las claras que estos fenómenos que se desarrollan en Brasil aún son muy pequeños. Frente a esto es necesario superar los planteos impotentes y mezquinos luchando para que millones de trabajadores avancen en su experiencia con el petismo levantando políticas transicionales de masas para que los procesos de ruptura calen hondo en el conjunto de los explotados.
La demanda para que la CUT y sus sindicatos rompan con el gobierno constituye una poderosa arma para barrer a la burocracia sindical. Es necesario hacer chocar las aspiraciones de los trabajadores con la política de esta podrida burocracia. Exigir que rompa con el gobierno y que abra un debate sobre la necesidad de un Partido Obrero Independiente basado en los sindicatos y en las organizaciones obreras en lucha ayudará indiscutiblemente a la experiencia de las masas con el petismo y será el camino más fácil para barrerla de los sindicatos.
La vanguardia brasileña comienza a reorganizarse. Desde que asumió el gobierno viene librando importantes luchas. Sindicatos rompen con el gobierno y la CUT. Por eso es necesario luchar por un polo nacional antiburocrático, antigubernamental y anticapitalista que se transforme en un punto de atracción de los nuevos sectores que se predisponen a luchar. La CONLUTAS puede y debe transformarse en ese polo si es capaz de levantar la lucha por la independencia de clase y por barrer a la burocracia sindical. Este polo se debe dirigir a los millones de trabajadores que están organizados en la CUT y en otras centrales sindicales, impulsando fracciones revolucionarias en los sindicatos.
Argentina y la lucha por la hegemonía de la clase obrera
Con el telón de fondo de la depresión económica que más tarde llevaría al default de la deuda externa, en diciembre de 2001 se produjeron las jornadas revolucionarias en Argentina que voltearon al gobierno de De la Rúa. Este hito de la lucha de clases fue resultado de la combinación de la lucha masiva de la clase media (parte de la cual había sido virtualmente expropiada de sus ahorros por el congelamiento de depósitos bancarios) contra el estado de sitio y contra la dirigencia política tradicional expresada en el reclamo “que se vayan todos”, la batalla de decenas de miles de jóvenes de vanguardia conocida como la Batalla de Plaza de Mayo, y un comienzo de estallido de los pobres urbanos que saquearon grandes comercios y supermercados. Como consecuencia de estos acontecimientos el régimen burgués vivió un período de zozobra, de debilitamiento de la autoridad estatal y una crisis de gobernabilidad de sus instituciones fundamentales expresada en sucesivos recambios gubernamentales por un corto período de tiempo.
Subproducto de estos acontecimientos revolucionarios emergieron y se consolidaron nuevos actores sociales que pasarían a formar parte del nuevo panorama político abierto tras el 2001: se fortaleció el movimiento de desocupados conocido como “piquetero” que agrupó a una fracción de los millones que quedaban sin trabajo; surgieron las asambleas populares que expresaban los reclamos de los sectores medios pauperizados y por último, aunque más minoritario, el movimiento de las fábricas ocupadas cuyo emblema fueron las luchas y el control obrero de las fábricas Zanón y Brukman, que sembró un jalón al mostrar cómo luchar frente a los cierres de empresas y los despidos mediante la gestión directa de la producción. El límite de este proceso fue la no entrada masiva del proletariado con sus métodos de lucha, debido al rol aterrorizador de la desocupación y la política traidora de la burocracia sindical.
Esta carencia se manifestó en que la alianza de clases entre sectores de la clase media y los desocupados expresada en el grito “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, aunque tuvo un carácter progresivo fue incapaz de llevar adelante una lucha seria contra el Estado burgués; por lo que luego de un primer momento de ascenso fue reabsorbida mediante el comienzo de la reactivación económica para los sectores medios y el clientelismo estatal masivo con respecto a los desocupados. Este resultado demuestra el rol insustituible de la clase obrera para hegemonizar la lucha contra el capital y su estado.
Este elemento está ausente en concepciones semipopulistas como la del Partido Obrero de Argentina, que identificó al piqueterismo como la vanguardia del sujeto social revolucionario, concepción que liquida a la clase obrera como unidad y diluye la fuerza social efectiva de cada uno de sus sectores, abstrayendo -como si fuera posible- el piquete como fuerza territorial, del poder social que emana de la producción y los servicios. O peor aún en el caso del populismo, oponiendo el “territorialismo” a la centralidad del proletariado.
En segundo lugar porque en nombre de la “esencia revolucionaria de la pobreza” se abandona la lucha por conquistar a la mayoría de la clase obrera y sobre todo sus batallones centrales concentrados en los nudos neurálgicos de las relaciones de producción capitalistas.
Luego de un período de inestabilidad, la asunción del gobierno de Kirchner con su retórica centroizquierdista permitió restaurar la autoridad del Estado y cerrar los aspectos más agudos de la crisis, aunque ésta se mantiene en forma latente. Al calor de la reactivación económica empieza a surgir la clase social que estuvo ausente en las jornadas revolucionarias: la clase obrera que ha empezado a luchar por una importante recuperación salarial cuyo punto más alto ha sido el triunfo de la huelga de los trabajadores del Subte encabezados por un cuerpo de delegados independiente de la burocracia. Este sector está confluyendo con lo más avanzado de la experiencia obrera del período anterior como son los trabajadores de Zanon y su heroica defensa de la gestión obrera de su fábrica, que ya lleva más de tres años y es un ejemplo para la vanguardia obrera nacional e internacional, y en donde los trotskistas que escribimos este manifiesto jugamos un importante rol de dirección.
Sin embargo, este nuevo movimiento obrero que está surgiendo tiene pendiente resolver las tareas que el 2001 dejó abiertas. En primer lugar, la lucha por la coordinación de las expresiones más avanzadas de la clase obrera para que estas sean un polo contra el dominio de años de la burocracia sindical sobre el movimiento obrero. Aunque localmente y por momentos esta coordinación se ha expresado, como fue el caso de la Coordinadora del Alto Valle de Río Negro que agrupó a varios gremios y organizaciones combativas de la provincia de Neuquén, hegemonizadas por Zanon y el sindicato ceramista que encabeza, o en la reciente huelga de subterráneos donde confluyeron activistas de ferroviarios, salud, telefónicos, ceramistas, etc., es necesario avanzar hacia una coordinación permanente de los sectores avanzados de la vanguardia. Pero esta unidad no alcanza. Es necesario dar un paso superior: esto es la lucha por la independencia política de los trabajadores para que estos puedan hegemonizar al conjunto de los sectores explotados de la nación oprimida. Por eso está planteado impulsar la formación de un gran Partido de Trabajadores basado en las propias organizaciones de lucha de la clase obrera, los sindicatos, las comisiones internas, los cuerpos de delegados de las grandes empresas, y por supuesto las organizaciones representativas de los desocupados independientes del gobierno. Hablamos de un verdadero partido que le arranque la influencia de masas al peronismo, que pueda decidir el curso de los acontecimientos en la vida política nacional. Un partido que pueda expresar en el terreno político la fuerza social de los 10 millones de trabajadores asalariados y los más de 3 millones de desocupados.
Bolivia y la necesidad de la autoorganización obrera y popular como contrapoder
Bolivia muestra una tendencia recurrente de las masas a la lucha y a la acción directa. Desde la “guerra del agua” de 2000 en Cochabamba en adelante las masas bolivianas han mostrado una enorme capacidad de combate y de renovadas energías. Han desarrollado en estos combates innumerables medios y formas de lucha como el bloqueo de caminos (esencialmente campesino) tendiendo el “cerco” sobre la ciudad; el paro activo obrero y popular, con la movilización de masas convergiendo y presionando sobre los centros neurálgicos del poder estatal; la insurrección de las barricadas, como “lucha de todo el pueblo” en la disputa por el territorio y buscando impedir las operaciones de las fuerzas estatales; y las acciones militares avanzadas, expresión de la insurrección en su aspecto más ofensivo.
El “ensayo revolucionario” de Octubre de 2003 marcó un salto cualitativo con respecto con los procesos que le precedieron y que tenían como actores centrales a los campesinos e indígenas. Esta vez por el carácter social más urbano, la radicalidad en los métodos y un comienzo de entrada en escena de la clase obrera se planteó un enfrentamiento más directo entre las fuerzas sociales fundamentales de la sociedad boliviana, abriendo un proceso revolucionario, lo que lo diferencia del resto de los procesos que hasta ahora se desarrollaron en América Latina. La combinación del levantamiento de masas con procesos de insurrección espontánea como el de la ciudad de El Alto culminó con la caída del gobierno de Sánchez de Losada y la asunción del gobierno de Mesa en medio de una crisis revolucionaria abierta en la que se esbozaron algunos elementos embrionarios de dualidad de poderes. Sin embargo, las principales direcciones -sobre todo Evo Morales y Felipe Quispe- se opusieron acérrimamente a concretar de alguna forma el frente único que las masas imponían en las calles y rutas, y sobre todo, a que surgieran formas superiores de frente único de masas democráticamente organizadas que pudieran erigirse en órganos de poder obrero y popular.
Como consecuencia de esto quedó planteada una amplia desproporción entre la espontaneidad de cientos de miles salían a luchar a las calles con una enorme determinación e iniciativa, y las instituciones existentes del movimiento de masas, que sólo agrupan efectivamente a una minoría -la COB- o que por su carácter no eran los canales más adecuados para el levantamiento insurreccional en marcha -como las juntas vecinales-. Las direcciones reformistas y burocráticas defendieron en todo momento diversas variantes de salidas por dentro del régimen democrático burgués y apoyaron el recambio constitucional y la asunción de Carlos Mesa, desmontando el embate revolucionario abierto.
No obstante la huida de Sánchez de Losada fue experimentada como un importante triunfo por los sectores movilizados.
El gobierno de Mesa tuvo una enorme debilidad producto de su origen. Durante un primer período intentó gobernar apoyándose en las direcciones del movimiento de masas -fundamentalmente el Movimiento al Socialismo de Evo Morales. El MAS demostró así su carácter conciliador y defensor del régimen democrático burgués.
El intento de Mesa de romper el estancamiento de la situación, presionado por la derecha reaccionaria de Santa Cruz de la Sierra y los intereses del imperialismo y las multinacionales petroleras y gasíferas, dio lugar a la ruptura de este débil consenso y a una renovada situación de tensión entre las clases en los primeros meses de 2005 y a la primera renuncia de Mesa en marzo, que intentaba así reunir el apoyo necesario para garantizar la “gobernabilidad”. El acuerdo por arriba con el viejo Parlamento con el sostén de los desacreditados partidos que en su momento apoyaron a Sánchez de Losada fue de corta duración. Un nuevo embate del movimiento de masas que reclamaban la efectivización de la “agenda de octubre” concretada en la demanda de nacionalización de los hidrocarburos, puso fin a los 18 meses de gobierno de Mesa, evitó que la oligarquía de Santa Cruz se quedara en el gobierno a través de la asunción Hormando Vaca Díez como presidente. Mineros y sectores medios de la ciudad de La Paz confraternizaron para evitar que se consolidara un gobierno de la elite cruceña. A diferencia de Octubre de 2003, donde la represión jugó un rol clave en la radicalización de las masas de El Alto, esta vez el Ejército no intervino, ya que esto podría haber derivado en un alzamiento revolucionario.
Se logró nuevamente una salida dentro de los marcos constitucionales del régimen democrático burgués y el “vacío de poder” se resolvió con la asunción provisional de Eduardo Rodríguez, ex presidente de la Suprema Corte de Justicia, candidato de la Iglesia, del ex presidente Mesa y de Evo Morales. Pero estos mecanismos están mostrando su agotamiento. Las jornadas revolucionarias de junio de 2005 demostraron una vez más que amplios sectores de vanguardia y de masas sienten un profundo desprecio hacia el parlamento y hacia las instituciones del régimen político. La burguesía también está dividida y el sector rico de Santa Cruz quiere imponer también su agenda derechista de avanzar en la “autonomía” de la región, es decir, ser los socios de las multinacionales en la explotación de los hidrocarburos.
Este nuevo pico del proceso revolucionario abierto implicó una experiencia importante para amplios sectores del movimiento de masas, sobre todo en El Alto que actuó claramente como vanguardia del proceso. En primer lugar, se ha abierto un debate alrededor de la idea de la Asamblea Popular como órgano de frente único de las masas movilizadas, como expresión del doble poder, cuya conformación fue proclamada en El Alto por dirigentes de la FEJUVE y la COB pero sin ninguna política para concretarla verdaderamente. Al calor de esta discusión se empezó a difundir ampliamente la posibilidad de responder con la autoorganización de las masas a las necesidades de coordinación, abastecimiento, conducción política y autodefensa militar.
En segundo lugar, se han reunido sistemáticamente más de 500 juntas vecinales en El Alto, con la participación de sectores más radicalizados que en algunos casos han logrado imponer su política a los dirigentes conciliadores como Abel Mamani. Por último, trabajadores de la planta de gas licuado de Senkhata, que provee a las ciudades de La Paz y El Alto discutieron coordinar con las Juntas Vecinales la distribución a favor de los sectores más necesitados y contra los especuladores.
El MAS de Evo Morales volvió a jugar en esta crisis revolucionaria el rol de salvador del régimen que había jugado en Octubre del 2003. Consolidándose como el principal partido nacional (tal como había demostrado ya en las elecciones municipales y luego, ratificando su influencia en el movimiento de masas en las movilizaciones de marzo). A nivel nacional, el MAS aparece más consolidado como aparato político, y más integrado al Estado burgués, cumpliendo el rol de pata izquierda del régimen y contención de las tendencias más revolucionarias de las masas. Emergió de este conflicto con su bancada más unificada y fogueado en las maniobras parlamentarias enfrentándose a duchos políticos profesionales de la burguesía. Pero al mismo tiempo, más cuestionado por sectores avanzados de las masas y con crisis en su propia base, lo que lo obligó a izquierdizar el discurso con poses más nacionalistas, pero sin poder imponer hegemonía entre los sectores movilizados (lo que se expresa sobre todo en El Alto).
La necesidad de crear órganos de poder del movimiento de masas es un problema estratégico para los futuros combates del presente proceso revolucionario en Bolivia. De ahí radica la importancia del llamado a una Asamblea Popular. Es necesario que la COB, la FEJUVE y COR alteñas, las federaciones de colonizadores del Chapare, Yungas y demás organizaciones en lucha, convoquen con urgencia a una Asamblea Popular para que los trabajadores y el pueblo puedan discutir, fijar una posición independiente y un curso de acción, unificando la lucha contra el gobierno y los planes de la reacción y el imperialismo. No se trata de hacer “acuerdos de dirigentes” sino de coordinar efectivamente, discutiendo y organizando desde las bases. Es necesario convocar a una Asamblea Popular con representantes de base con mandato de sus asambleas de todos los sectores obreros, campesinos, pueblos originarios, del Altiplano y del Oriente, de cada fábrica, mina, barrio popular o comunidad, para discutir un programa de acción obrero y campesino ante la crisis nacional y un plan de lucha que culmine en la huelga general política con bloqueo nacional de caminos, retomando el camino de Octubre en la perspectiva de un gobierno obrero y campesino, única manera de hacer efectivas demandas populares como la nacionalización de los hidrocarburos bajo control de los trabajadores, y una Asamblea Constituyente verdaderamente libre y soberana.
En esta perspectiva, el rol de las direcciones reformistas se demuestra cada vez más nefasto.
Después de Octubre y hasta hoy, el MAS de Evo Morales se colocó como “pata izquierda” del régimen, apoyando a Mesa y su política de “reacción democrática”. Hoy vuelve a servir a los intereses de la contrarrevolución, sosteniendo la “salida institucional” y el llamado a elecciones, oponiéndose por todos los medios a que las movilizaciones logren abrir camino a la efectiva nacionalización del gas, esto es, a la expulsión de las petroleras. Todo esto, en nombre de su estrategia de “reformas en democracia”, es decir, actuando dentro del régimen y conciliando con los empresarios, los terratenientes y las transnacionales.
El programa y los métodos del reformismo “democrático” de discurso indigenista traicionan los intereses más elementales de las masas del campo y la ciudad y de la liberación nacional que dicen representar.
Por otra parte, Jaime Solares, ejecutivo de la COB y otros dirigentes, pese a sus discursos “rojos”, volvieron a apelar ante el vacío de poder con la renuncia de Mesa, al supuesto “patriotismo” de los militares propiciando una solución “cívico militar”. Esta política funesta, que ya fracasó en el levantamiento del 21 de enero del 2000 en Ecuador (donde todos los indigenistas, maoístas y otros reformistas apoyaron a Lucio Gutiérrez) alimenta ilusiones de que las FF.AA y la Policía boliviana, masacradoras de Octubre, pueden “ponerse del lado del pueblo”, lo que sólo puede traer confusión y desarmar a los trabajadores contra cualquier amenaza represiva o golpista. Evo, Solares y otros, a pesar de sus diferencias, coinciden en una estrategia de colaboración de clases con sectores burgueses y de presión sobre el régimen, y son enemigos frontales de que las masas obreras y campesinas se orienten hacia una salida política independiente.
Es necesario ir forjando al calor de los actuales combates una nueva dirección al frente de nuestras organizaciones, que levante una estrategia de movilización revolucionaria de masas basada en la plena independencia política de los trabajadores y en la alianza obrera, campesina, indígena y popular contra el imperialismo y sus aliados.
Hace falta una nueva dirección, obrera y revolucionaria, al frente de la COB y de los sindicatos. La “materia prima” para ella comienza a formarse en los miles de luchadores y dirigentes de base que al calor de combates como los de Octubre vienen haciendo una gran experiencia política y de lucha. La pelea por un reagrupamiento de esta vanguardia en torno a una política de independencia de clase, para que la clase trabajadora acaudille la alianza obrera, campesina indígena y popular hasta derrotar a las transnacionales y sus aliados “nativos” e imponer por vía insurreccional una salida obrera y campesina, es la pelea por poner en pie un gran partido de los trabajadores, que se nutra de las mejores tradiciones de lucha del proletariado y las masas, para plantear un programa revolucionario, socialista e internacionalista.
Venezuela y la necesidad de expropiar a la gran patronal para derrotar al imperialismo
Tras el desmoronamiento del viejo régimen político oligárquico Venezuela ha vivido una enorme polarización social y política. Es que la efervescencia del movimiento de masas ha ocupado el escenario político tras la figura de Hugo Chávez ansiando hacer realidad sus demandas y expectativas, ya que durante décadas de neoliberalismo había visto caer cada vez más sus condiciones de vida y sus derechos políticos pisoteados. Los pobres urbanos y sectores importantes de los trabajadores se transformaron así en los protagonistas de un vasto movimiento social sobre los cuales el presidente venezolano se apoya socialmente al mismo tiempo que intenta contenerlo con ciertas reformas sociales, procurando poner en pie nuevas formas políticas institucionales ante el derrumbe del régimen político de los partidos tradicionales.
Sin embargo, aprovechando la crisis económica internacional, la oligarquía que venía de un retroceso pasa nuevamente a la ofensiva. Así, los personeros del antiguo régimen, junto a la burocracia sindical opositora de la Central de Trabajadores de Venezuela y los jefes de las cámaras patronales, azuzando a las clases medias que vieron caer su nivel de vida por los tempranos fracasos económicos del gobierno, entraron en una febril actividad política contrarrevolucionaria con el objetivo de apartarlo del poder.
Una vez más será el movimiento de masas, centralmente los pobres urbanos, que con sus masivas acciones, saldrán a las calles a hacerle frente a la nueva embestida de la patronal proimperialista para sacar del poder a Hugo Chávez. A lo largo del 2002 y comienzos del 2003, el presidente venezolano tuvo que enfrentar un intento de golpe de estado y un lockout patronal que agudizó la crisis económica que se venía arrastrando. En ambos acontecimientos, Chávez, sus ministros y funcionarios quedaron paralizados y con poca iniciativa. Fue gracias a las movilizaciones contundentes de los trabajadores y el pueblo pobre que pudo ser derrotado el golpe y gracias también a la resistencia de los trabajadores, que llegaron a controlar la producción en algunas de las instalaciones de la industria petrolera o se opusieron al boicot patronal, que se pudo desarticular la ofensiva golpista. Estas dos derrotas consecutivas en las calles de la oposición proimperialista y contando con el apoyo del Alto Mando, es lo que alentó a Chávez a pactar en mayo de 2003 un referendo revocatorio con la OEA, el grupo de “países amigos de Venezuela” y la Fundación Carter, que se realizó en agosto de 2004, y del cual salió triunfante. Nuevamente el movimiento de masas responderá con una masiva votación alcanzando el triunfo de los candidatos chavistas en las posteriores elecciones regionales y locales donde obtuvo 21 de las 23 gobernaciones y 239 de las 332 alcaldías, lo que le permitió legitimarse por medio del voto.
Pero Chávez en ningún momento, tras a las intentonas contrarrevolucionarias de la oposición pro imperialista, se propuso tocar los intereses más sensibles de la burguesía golpista ni del imperialismo, es decir, su poder económico, sus bancos y sus grandes empresas. Justo cuando era el momento para asestar un duro golpe a la burguesía y el imperialismo. Todo lo contrario, en vez de proponerse derrotar a la gran patronal y el imperialismo en tierras venezolanas Chávez llama a conciliar constantemente a sectores de la burguesía que se muestran “dialoguistas”, ya que su objetivo es desarrollar una burguesía nacional funcional a sus planes políticos. En ningún momento ha dejado de pagar un solo instante la fraudulenta deuda externa contraída por el viejo régimen oligárquico que condena al atraso al país y es un mecanismo de expoliación imperialista. Así luego del golpe, Chávez llegó pidiendo perdón y mandó volver a sus casas a las masas que lo trajeron al poder, sentándose luego a “dialogar” con representantes de la oposición, pero con ningún representante de la clase obrera, ni de los pobres urbanos y campesinos pobres. Lo cierto es que el presidente venezolano necesita apoyarse en las masas y sus movilizaciones pero al mismo tiempo necesita impedir que estas adquieran un curso independiente.
Es que Chávez ha venido intentando “elevarse”, por así decirlo, por encima de las clases sociales y jugar el rol de árbitro entre los intereses del capital extranjero y nacional, y los del conjunto del capital y las masas explotadas, intentando conciliar y armonizar estas fuerzas antagónicas. Por el otorgamiento de ciertas concesiones al movimiento de masas basado en la alta renta petrolera y la búsqueda de cierta libertad en relación al capital extranjero es lo que nos permite afirmar que el régimen de Chávez tiene rasgos bonapartistas sui generis de izquierda. Pero lejos está de los trazos fundamentales que alcanzó este tipo de regímenes en casos como el de Cárdenas o de Perón. A diferencia de este último que se apoyaba en el rol de los sindicatos y la clase obrera en su puja con el imperialismo norteamericano, Chávez se apoya en los pobres urbanos y fundamentalmente en las Fuerzas Armadas, lo que le da un carácter más timorato aún con respecto a estas experiencias que llegaron hasta a nacionalizar importantes resortes de la economía nacional y tuvieron fuertes enfrentamientos con el imperialismo. Por eso el objetivo del presidente de Venezuela es repautar las relaciones con EE.UU. para negociar desde una mejor relación de fuerzas los términos de intercambio, sin romper los lazos fundamentales de la subordinación nacional al orden imperialista.
Sin embargo la situación venezolana sigue abierta, pues las contradicciones que engloba preanuncian nuevos choques entre las clases. El imperialismo permanentemente amenaza a Venezuela, y la única forma de derrotarlo es expropiando la burguesía y los intereses del capital extranjero. Pero esta tarea solo la puede hacer la clase obrera hegemonizando y dirigiendo una alianza revolucionaria con el resto de los sectores explotados, ya que Chávez no lo va a hacer por su carácter de clase. Por eso es necesario luchar por la expropiación de los principales pulpos capitalistas y poner toda la economía en manos de los trabajadores, los campesinos y los pobres de la ciudad y el campo, para organizarla en función de las necesidades de las mayorías trabajadoras. Sólo la clase trabajadora puede acaudillar consecuentemente la lucha de la nación oprimida contra el imperialismo.
Por eso, lejos de pregonar la subordinación política de los trabajadores al chavismo y al tibio programa de reformas de la “revolución bolivariana”, como hacen la mayoría de las fuerzas de izquierda, es urgente desarrollar la lucha por una política obrera independiente, consecuentemente contra la reacción interna y el imperialismo, pero explicando pacientemente la necesidad de no depositar la menor confianza política en Chávez y su proyecto nacionalista.
En el plano internacional Chávez ha levantado la necesidad de la “unidad bolivariana”. En todos sus encuentros con los gobiernos latinoamericanos lanza esta propuesta demagógica y así se la presenta al movimiento de masas. Como marxistas revolucionarios luchamos, para romper con el atraso y la esclavitud a que nos somete el imperialismo, por una poderosa federación de los países latinoamericanos. Pero no será la retrasada burguesía latinoamericana, atada por uno y mil lazos con el imperialismo quien cumplirá este objetivo. Estas burguesías no pueden ni podrán desarrollar la unidad latinoamericana. En las últimas décadas hemos visto incluso como han dado un salto como agentes del capital extranjero, y como mucho lo que hacen es regatear frente a las exigencias más brutales del imperialismo, esperando mejorar los términos de intercambio pero para su beneficio, no de las masas explotadas del continente y en el marco de la subordinación al imperialismo, sin romper con el cual es imposible siquiera proponerse la superación del atraso, la miseria y demás taras del capitalismo semicolonial. Por eso afirmamos que la lucha contra el imperialismo, que es inseparable de la lucha contra sus aliados locales, las burguesías nativas, sólo puede ser librada consecuentemente por el proletariado dirigiendo al conjunto de las masas oprimidas de sus propios países. Contra la demagogia “bolivariana” o “sudamericanista” de nacionalistas y reformistas, decimos que la necesaria unificación económica y política de América Latina en una poderosa federación sólo podrá ser realizada por la clase obrera, tomando en sus propias manos y al frente de los explotados y oprimidos la lucha continental contra el imperialismo. Por eso la principal consigna para alcanzar este objetivo es la lucha por la Confederación de Repúblicas Socialistas de América latina y el Caribe.
Cuba, un punto nodal para los revolucionarios latinoamericanos
Cuba sigue siendo un Estado obrero, aunque profundamente deformado y debilitado. Las conquistas fundamentales de la revolución están siendo erosionadas, pero aún no han sido destruidas. El núcleo fundamental de la economía sigue estando en manos del Estado. Hay enormes obstáculos para el proceso de restauración en las bases de propiedad heredadas de la revolución, en las relaciones de fuerza entre las clases, en la conciencia “igualitaria” y antiimperialista de las masas.
La estrategia norteamericana de subordinar más estrechamente al mundo semicolonial mediante una política de fuerza basada en el poderío militar y en la imposición de una dominación política más directa -lo que significa un salto en el proceso de recolonización de América latina- choca directamente contra la existencia misma de un Estado obrero en Cuba, considerada por los medios dirigentes norteamericanos como un obstáculo a sus planes regionales. En este sentido, estrangular a la revolución cubana es una prioridad estratégica para EEUU. Así, forzar la “transición democrática” es uno de los objetivos declarados del imperialismo y promovido por la “disidencia” interna de derecha para garantizar el paso lo más ordenado posible hacia la restauración capitalista. Por su parte, la Unión Europea pasó a impulsar abiertamente la “transición” y a financiar y promover a los “disidentes”. Desde hace años, España y otras potencias europeas, en el marco de las rivalidades comerciales interimperialistas que hacían atractivo al mercado cubano, se han diferenciado de la política yanqui de bloqueo y no sólo practican un amplio intercambio comercial con Cuba, sino que han alentado inversiones de sus monopolios en la isla. En todo este tiempo reclamaban la “apertura democrática” que permita la libre organización interna de las fuerzas restauracionistas pero manteniendo buenas relaciones diplomáticas con Castro y sin asumir una línea de apoyo activo a la oposición como ahora.
La continuidad de las políticas adoptada por Castro no hace sino fortalecer las tendencias procapitalistas y debilitar las reservas de la economía nacionalizada y la energía y disposición de las masas para resistir el asedio imperialista. El imperialismo saca partido del aislamiento y las concesiones de Castro para aumentar la presión para forzar el vuelco político hacia la “transición”, necesario para abrir de par en par las puertas a la recolonización capitalista de Cuba.
Sin embargo, lejos de ser inevitable la recolonización de Cuba, el hecho decisivo es que la revolución está aún viva. Todavía no han podido agotar sus fuerzas ni el asedio imperialista ni la desastrosa conducción burocrática. Los trabajadores y el pueblo cubano han demostrado a lo largo de cuatro décadas su heroísmo y extraordinaria capacidad de resistencia. En este sentido, la estrategia imperialista chocará con enormes obstáculos para imponerse definitivamente. El proletariado cubano, la fuerza social decisiva de la isla, necesita prepararse en esta perspectiva estratégica, es decir, prepararse para irrumpir revolucionariamente y tomar en sus propias manos los destinos de Cuba, derrocando a la burocracia que capitula ante el imperialismo y, cada día que mantiene su dominación, hunde más profundamente las conquistas de la revolución.
Ante el asedio imperialista -contra el bloqueo y toda otra forma de agresión- el punto de partida del marxismo revolucionario es la defensa incondicional del Estado obrero pese a sus graves deformaciones burocráticas y su dirección. En caso de agresión militar estamos incondicionalmente en el campo de Cuba por la derrota del imperialismo. Pero en ningún caso significaría darle apoyo político a la dirección castrista, que está llevando a la ruina las conquistas de la revolución, desmoralizando a las masas y abriendo el camino a la restauración del capitalismo. No es posible separar la lucha contra el imperialismo de las tareas de la revolución política dejando ésta para una “segunda etapa”. La defensa de la revolución pone en primer plano y tiene por condición la lucha intransigente contra la dominación de la burocracia y por un régimen de democracia obrera.
En la medida en que las conquistas fundamentales de la revolución, aunque debilitadas, subsisten, el programa de una nueva revolución será esencialmente político, combinando con aquellas tareas de carácter social que surja de la necesidad de combatir a los elementos semicapitalistas y capitalistas que se han desarrollado. Los elementos esenciales de nuestro programa apuntarán, naturalmente, a limitar los elementos de mercado y las concesiones a lo compatible con los intereses de la revolución, la defensa y ampliación de las bases de la economía nacionalizada, el fortalecimiento del proletariado como clase social y políticamente dominante. Sólo así podrá despejarse el camino para avanzar en la construcción del socialismo.
Es necesaria una revisión radical de la política económica. Los trabajadores tienen derecho a exigir la revisión de las concesiones al capital extranjero, de acuerdo a los intereses de la revolución. Debe reimplantarse el monopolio del comercio exterior. Los trabajadores, a los que se reclama todo el sacrificio y esfuerzo en nombre de la “batalla por la producción” deben tener el derecho a controlar y decidir sobre todas las cuestiones vitales de la producción y el abastecimiento, en la fábrica y nacionalmente. Debe elevarse el salario de los trabajadores y disminuir las desigualdades al mínimo estrictamente compatible con las necesidades de la transición al socialismo, esto sería posible a expensas de los ingresos de los altos funcionarios estatales y de los “nuevos ricos”, y de los altos gastos improductivos que provoca la gestión burocrática. Para esto es necesario tirar abajo los privilegios de la burocracia. La política de reformas debe ser reemplazada por una nueva política económica en interés de los trabajadores del campo y la ciudad y el fortalecimiento de la economía nacionalizada, según el principio de la planificación democráticamente centralizada.
Parte central es la lucha por la legalidad a las corrientes que defienden la revolución, y luchar por plenas libertades políticas y de organización a las masas. El saneamiento de la economía cubana exige, en primer lugar, la más amplia libertad de organización para los trabajadores, comenzando por la abolición de toda la legislación y los estatutos que consagran el “papel dirigente” del Partido Comunista en los sindicatos y demás organizaciones de masas. Los obreros deben recuperar pleno derecho a la huelga, la autonomía de sus sindicatos y el derecho a crear nuevos sindicatos, comités de fábrica u otras formas que deseen. Deben luchar por la plena libertad de discusión, reunión y prensa para los trabajadores cubanos. La juventud, tan sensible a la atmósfera de opresión política, debe tener las más amplias libertades políticas, culturales y de organización.
El monopolio político del Partido Comunista y su rol de “partido de Estado” deben terminarse ya. No habrá verdadera democracia para las masas trabajadoras sin derecho a organizarse independientemente del Partido Comunista. Combatir la opresión política del régimen castrista no significa aceptar la demagogia de la democracia “pura”, es decir burguesa, ariete del imperialismo para imponer sus planes de “transición” es decir, de contrarrevolución con maquillaje democrático. El bonapartismo burocrático con sus instituciones, como la Asamblea Nacional, debe ser reemplazado por una genuina democracia obrera y revolucionaria, basada en órganos de poder de los trabajadores, democráticamente organizados de abajo hacia arriba, integrados por representantes electos directamente y con mandato de la base, que puedan ser revocados en cualquier momento y que no ganen más que lo que percibe un obrero calificado.
La política exterior de Cuba debe inspirarse en un genuino internacionalismo obrero y no en la “coexistencia” con el imperialismo y el apoyo a las burguesías “amigas” del tercer mundo. Hoy más que nunca el destino de la revolución cubana está ligado al desarrollo de la lucha de clases en América latina y el mundo. Los trabajadores y la juventud cubana necesitan estrechar lazos con los de América latina y Estados Unidos en la lucha común contra el imperialismo. El mayor obstáculo en este camino son el castrismo y sus aliados stalinistas y reformistas del continente, que al servicio de su estrategia de colaboración con la burguesía han prostituido la bandera del internacionalismo proletario. Hoy, la defensa de Cuba exige que sea un puntal de la revolución continental. La unidad económica y política con otros países de la región sería el punto de partida para poner fin al aislamiento, pero esto sólo puede realizarse bajo una política de clase: ¡los trabajadores tienen que tomar en sus manos la lucha continental por la expulsión del imperialismo bajo la consigna de una Confederación de Repúblicas Socialistas de América latina y el Caribe!
Los trabajadores de Cuba necesitan una nueva dirección. El Partido Comunista y el régimen no pueden “autoreformarse”, es necesario tirar abajo la burocracia castrista. Los sectores proburgueses y proimperialistas de oposición y la Iglesia utilizan las reivindicaciones democráticas para tratar de capitalizar el hartazgo ante la asfixiante opresión política del castrismo y la dura situación económica. Para combatir estos intentos y ayudar al proletariado cubano a tomar en sus manos los destinos de la revolución hace falta poner en pie una oposición obrera, marxista e internacionalista, es decir, construir un verdadero partido obrero y revolucionario, armado con el programa de la revolución política para arrancar el poder a la burocracia e imponer un régimen de democracia obrera revolucionaria, en el camino de la construcción del socialismo.
4. POR LA REVOLUCION OBRERA Y SOCIALISTA Y LA DICTADURA DEL PROLETARIADO
La experiencia histórica de la lucha de la clase obrera internacional, desde la Comuna de París hasta la revolución rusa de octubre de 1917 y las revoluciones del siglo XX, muestra que la burguesía defenderá a sangre y fuego su poder por medio de la maquinaria represiva de su estado. Los trabajadores sólo podrán derrocar al capitalismo por medio de una insurrección violenta que divida y derrote al ejército y la policía, que destruya el estado burgués y que sobre sus ruinas establezca su propio poder político, un estado obrero transicional basado en los órganos de autodeterminación del proletariado y las masas explotadas y el armamento general de la población. Este estado obrero se basa en el establecimiento de nuevas relaciones sociales surgidas de la expropiación y nacionalización de los principales medios de producción, el monopolio del comercio exterior y la planificación de la economía y en el curso de la transición al socialismo, extendiendo sus funciones al conjunto del pueblo organizado en soviets, va generando las bases mismas para su futura extinción. Así como el estado burgués, más allá de sus formas políticas -parlamentarias o dictatoriales- constituye la dictadura de clase de la burguesía sobre el proletariado y la mayoría expropiada de sus medios de subsistencia, el estado obrero constituye la dictadura del proletariado, es decir, la dominación política de la clase obrera encabezando una alianza con el resto de las clases subalternas, sobre la ínfima minoría de explotadores, ahora privados de su poder político y económico.
Luego del colapso del stalinismo, la burguesía, a través de sus partidos políticos, de las direcciones burocráticas de la clase obrera y de ideólogos y académicos, se ha encargado de fomentar en las masas el “sentido común” de que no existe otro régimen político-social posible más que la democracia burguesa, y que toda revolución socialista conduce al “totalitarismo”, igualando la dictadura del proletariado con el régimen de partido único. Incluso teóricos que se llaman “anticapitalistas” y “comunistas” han cedido a esta moda, reemplazando la estrategia de la revolución obrera y la toma del poder político por parte del proletariado, por un seudo “contrapoder” que no se propondría destruir el poder estatal ni la propiedad capitalista, y que por lo tanto dejaría intacto el poder burgués.
Desde las filas del marxismo, en lugar de combatir la pesada carga de la herencia stalinista reivindicando lo mejor de nuestra tradición trotskista, del combate a muerte contra el stalinismo y de la lucha por la recuperación de la estrategia soviética, el Secretariado Unificado y otras corrientes “trotskistas” menores reniegan cada vez más abiertamente de la revolución, por la vía de considerar que en la propia sociedad de transición y en el estado obrero anida el totalitarismo burocrático. En su último congreso la LCR ha renunciado expresamente a la dictadura del proletariado, sustituyéndola por la lucha por la “democracia hasta el final”, mostrando su profunda adaptación a la democracia burguesa.
Contra esta adaptación vulgar, sostenemos que la dictadura del proletariado sigue siendo la clave de la estrategia marxista para derrotar a la burguesía. Para los marxistas revolucionarios la dictadura del proletariado es equivalente a un nuevo tipo de democracia, la democracia proletaria basada en los órganos de autodeterminación de masas, los soviets o consejos de obreros. Esta es la forma política más democrática del dominio de la clase obrera, que necesitará del estado obrero transicional mientras exista el imperialismo y las clases enemigas, y por lo tanto esté planteada la necesidad de defender la revolución frente a los ataques de la reacción burguesa, tanto interna como externa.
En su lucha implacable contra el stalinismo, Trotsky desarrolló en la década de los ‘30 las bases de un programa revolucionario para la sociedad soviética, y para la sociedad de transición en general, mostrando claramente que había una alternativa al stalinismo y que el dominio burocrático no era inevitable. Este programa, cuyos pilares básicos son la democracia soviética, la planificación democrática de la economía combinada con mecanismos que permitan controlar la marcha del plan como un funcionamiento subordinado del mercado y una moneda fuerte y estable, y la lucha por la revolución socialista internacional, conserva toda su validez en la actualidad a la hora de pensar las líneas estratégicas para una sociedad de transición al socialismo.
La democracia política está indisolublemente ligada a la democracia económica. Como planteaba Trotsky para la URSS, “la democracia soviética no es una reivindicación política abstracta o moral. Ha llegado a ser un asunto de vida o muerte para el país”. Esto es así porque en una economía nacionalizada, en la que el mercado sigue existiendo pero progresivamente tiene que ir perdiendo relevancia a medida que avanza la capacidad de planificación, la calidad supone necesariamente la democracia de los productores y de los consumidores que permitan corregir los errores de producción por medio de la crítica y la participación obrera y popular en el proceso productivo.
La burocracia stalinista liquidó todo órgano de poder obrero y popular y se apropió de la maquinaria estatal, instaurando una dictadura de partido único que ejercía su dominio por medio del terror. Progresivamente se fue liberando de todo mecanismo de control sobre el proceso económico. Sus estadísticas de producción eran falseadas según las necesidades de la casta gobernante o de burócratas medios en función de alcanzar los objetivos del plan. Para Trotsky, la combinación de la planificación democrática de los principales resortes económicos con la acción “reguladora” del mercado, constituían un mecanismo que podía controlar y en cierta medida realizar el plan, poniendo a prueba la eficacia de los departamentos de planificación a través del cálculo comercial.
Esto se complementaba con una moneda fuerte, estable y convertible, que actuara en última instancia como medición objetiva de la productividad del trabajo, y como índice del estado real de la economía.
Esta combinación hoy resulta clave para la transición, ya que permitiría usar los mecanismos correctores del mercado, teniendo en cuenta sus distorsiones, para contrarrestar las desproporciones de la economía y tener una estimación comparada con el mercado mundial, de la productividad de la economía planificada.
En la sociedad de transición el funcionamiento de los soviets es lo que permite a través del proceso de libre crítica, alcanzar un relativo equilibrio entre las necesidades que plantea el desarrollo actual de las fuerzas productivas, el esfuerzo requerido y la reducción progresiva de la jornada de trabajo. A su vez, el proceso de libre crítica de los consumidores es insustituible para alcanzar una calidad aceptable de los bienes y servicios producidos. En un estado obrero transicional revolucionario que busca desarrollar los elementos socialistas presentes en la propiedad nacionalizada, la planificación de la economía no tiene nada que ver con la “economía de comando” stalinista, sino que cuenta con la participación conciente de productores y consumidores a través de los concejos obreros.
La experiencia stalinista pervirtió absolutamente la relación entre órganos de frente único de masas -los soviets- y el partido revolucionario, transformando a la dictadura del proletariado en dictadura del partido stalinista.
Trotsky le opuso a este régimen de partido único, el pluripartidismo soviético como norma programática, fundamentado en la existencia de otra clases sociales no explotadoras en la sociedad de transición, como por ejemplo el campesinado, y en la heterogeneidad de la clase obrera. Esta misma heterogeneidad social es la que plantea en forma aguda la necesidad de un partido obrero revolucionario que persiga concientemente la realización de los fines de la revolución y que gane la dirección en los organismos soviéticos.
El fracaso del stalinismo mostró la imposibilidad de desarrollar el socialismo dentro de las fronteras nacionales. Si hubiese triunfado la revolución alemana probablemente el proletariado de ese país avanzado hubiera asistido a la joven revolución rusa, ahogada por el atraso y el cerco imperialista.
La conquista del poder por parte del proletariado es sólo es el inicio de un proceso de transformación de todos los aspectos de la vida económica, política y social de un país, a la vez que un punto de apoyo para la extensión de la revolución socialista en el terreno internacional, porque sólo derrotando al capitalismo en sus centros será posible el socialismo como proyecto de emancipación de la humanidad de la explotación y la opresión. Esto permitiría avanzar hacia la conquista definitiva del “reino de la libertad”, que consiste en una sociedad basada en la desaparición del trabajo asalariado, la mercancía, la moneda y el estado, una sociedad comunista.