Polémica con Paul Krugman y su último libro ¡Acabad ya con esta crisis!*
Economía, política y guerra: Ese oscuro objeto (neo)keynesiano
28/08/2012
* En la edición que se comercializa en Argentina el título del libro fue traducido como ¡Acabemos ya con esta crisis!. Teniendo en cuenta que el título original es End This Depression Now! ambas traducciones castellanas minimizan lo que el título busca expresar convirtiendo la idea de “depresión” en la idea de “crisis”.
Paul Krugman es economista, fue premio Nobel 2008 y es de orientación neokeynesiana [1]. Actualmente se ha convertido en el más importante publicista/propagandista económico, simpatizante de un ala demócrata de la burguesía norteamericana, ferviente militante “anti-ajuste” y obamista crítico por izquierda. Su último libro, ¡Acabad ya con esta crisis!, un best-seller de reciente publicación, presenta aspectos que hacen a la caracterización de la situación actual de la crisis señalando los límites estrechos de las políticas económicas aplicadas hasta el momento. Sostiene como tesis fundamental que “la gran depresión se terminó gracias a un aluvión de gasto público y hoy necesitamos, desesperadamente, algo semejante” [2]. Sin duda esta receta aparentemente diáfana y sencilla es susceptible de generar simpatía en amplios sectores de masas ahogados por las consecuencias de la Gran Recesión en curso. Ese es su objetivo. Con fines aparentemente pedagógicos Krugman realiza una operación de trivialización tanto de las causas de la actual crisis económica mundial, como de las medidas necesarias para la que sería su solución. El mensaje central de su libro es que “esto no tenía que pasar” [3] y que “en el plano puramente económico, esta crisis no es difícil de resolver; podríamos recuperarnos rápido y con fuerza con sólo encontrar la claridad intelectual y la voluntad política de actuar” [4]. De modo que para Krugman tanto en lo tocante a las causas como a la posibilidad de salida de la crisis, nos encontramos frente a un problema político, ideológico o del orden de la voluntad, dado que “malas políticas e ideas han llegado a dominar nuestra cultura política y hacen que sea muy difícil variar el rumbo aún cuando nos enfrentamos a una catástrofe económica” [5]. Por supuesto, una crisis de semejante envergadura es necesariamente un gran asunto político (hablaremos de esto más adelante); como Lenin planteaba “la política es economía concentrada”. Pero Krugman, aún cuando lo suyo pareciera mucho más prosaico, busca, en realidad, demostrar lo contrario. Quiere exponer bajo la apariencia de una suerte de simpleza ingenua, bajo un relato sencillo al estilo “cuento infantil”, que el origen de la crisis y su solución se encuentra en factores en todo ajenos a los límites del capital. Ajenos a la tendencia histórica a crisis catastróficas como expresión de las contradicciones entre el desarrollo de las fuerzas productivas y los límites impuestos por las relaciones de producción en el sistema capitalista, más aún en la época imperialista. Para Krugman, el capital está sano, el sistema capitalista también, “esto no tenía que pasar”. Tanto las causas de la crisis como la “ausencia” de solución, se deben a las “malas políticas e ideas”.
Nos hemos referido en otros trabajos a las causas de la actual crisis capitalista internacional [6]; en este artículo expondremos y discutiremos aspectos planteados por Krugman que hacen a la comprensión de los límites estrechos de las medidas económicas aplicadas hasta el momento, centrándonos luego en la polémica sobre las políticas de salida de la crisis que como el autor señala, constituyen el objeto central de su libro. Retomando (y continuando) aspectos de un trabajo anterior [7] y recorriendo momentos claves de la historia, buscaremos tanto poner de relieve la oscuridad del consejo de Krugman como demostrar que no hay salida burguesa fácil y pacífica –y por tanto progresiva– a la crisis económica mundial iniciada en 2007/8.
Paradojas del estado de situación
Para caracterizar el estado de situación de la economía norteamericana, Krugman apela al concepto keynesiano de “trampa de liquidez”. Refiriéndose a Estados Unidos señala: “En los últimos cincuenta años, la tarea de acabar con las recesiones ha sido cosa fundamentalmente de la Reserva Federal, que (a grandes rasgos) se ocupa de controlar la cantidad de dinero que circula en la economía; cuando la economía cae, la Reserva pone las prensas a trabajar. Y, hasta la fecha, siempre ha funcionado. Lo hizo espectacularmente bien tras la grave recesión de 1981-1982, que la Reserva Federal pudo capear y, en unos pocos meses, dio pie a una rápida recuperación económica, apodada ‘Amanecer en América’. También funcionó, aunque con más lentitud y titubeos, después de las recesiones de 1990-1991 y de 2001. Sin embargo, esta vez, no ha funcionado […] Y aunque la Reserva Federal ha triplicado la base monetaria desde 2008, la economía sigue deprimida” [8].
Como explica el autor, el mecanismo a través del cual la Reserva Federal controla la cantidad de dinero de la economía se produce a través de la inyección de liquidez a los bancos que permite bajar las tasas de interés, es decir, el precio de los préstamos para financiar inversiones u otros gastos. Pero las tasas no pueden bajar por debajo de cero porque entonces a los bancos ya no les conviene prestar ese dinero. Y esto es lo que efectivamente está sucediendo. En Estados Unidos las tasas están cerca del cero desde fines de 2008 pero “el gasto de los consumidores seguía siendo escaso; la vivienda seguía sin remontar, la inversión empresarial era baja; porque ¿para qué expandirse si las ventas no son fuertes?” [9]. Y esto es técnicamente la definición de “trampa de liquidez”. Es decir cuando “la Reserva Federal ha saturado la economía con liquidez hasta el punto en que tener más efectivo ya no supone ningún coste, pero la demanda general sigue siendo demasiado escasa” [10]. Para explicar esta contradicción en el contexto de una economía fuertemente endeudada, Krugman apela a dos economistas, uno neoclásico [11], Irving Fisher y otro poskeynesiano [12], Hyman Minsky. Fisher señala que en una situación en la cual muchos deudores se ven obligados a adoptar medidas rápidas para reducir su deuda, pueden intentar vender todos los activos que poseen y/o recortar fuertemente su gasto usando los ingresos para devolver la deuda. Estas medidas pueden funcionar, salvo cuando demasiadas personas y empresas están intentando amortizar sus deudas al mismo tiempo. De este modo si “millones de propietarios en dificultades intentan vender sus casas para cancelar sus hipotecas –o, a este respecto, si los acreedores se apoderan de sus hogares e intentan vender las propiedades que han sufrido la ejecución hipotecaria–, el resultado es un hundimiento de los precios inmobiliarios, lo que ahoga a un número aún mayor de propietarios y obliga a nuevas ventas forzosas. Si los bancos se preocupan por la cantidad de deuda española e italiana que hay en sus cuentas y deciden reducir su exposición vendiendo parte de esa deuda, entonces los precios de los bonos españoles e italianos se hunden; y esto pone en peligro la estabilidad de los bancos y los obliga a seguir vendiendo aún más activos. Si los consumidores recortan drásticamente su gasto para devolver la deuda de su tarjeta de crédito, la economía se desploma, desaparecen puestos de trabajo y la carga de la deuda de los consumidores se agrava aún más. Y si las cosas llegan a un punto suficientemente malo, la economía en su conjunto puede sufrir deflación –una caída general de los precios– lo que supone que el poder comprador del dólar sube y, por lo tanto, la carga de deuda real asciende incluso cuando el valor de la deuda en dólares está cayendo” [13]. Fisher sostuvo que este fue el mecanismo que estuvo detrás de la Gran Depresión en los años ’30, dado que la economía norteamericana había entrado en recesión con un nivel de deuda sin precedentes que la hizo vulnerable a una espiral descendente y autorreforzante. En un sentido similar, Minsky señalaba una dinámica en la cual “los deudores no pueden gastar y los acreedores no quieren gastar” [14] a la que se llegaría en el momento descendente que le sigue a un “proceso de apalancamiento –una deuda ascendente, en comparación con los ingresos o los activos” [15]. Según Minsky, el apalancamiento funciona mientras la economía se encuentra en expansión y los precios suben. En una situación tal les va bien tanto a los prestatarios y especuladores de todo tipo que compran a préstamo (y como el valor de los bienes adquiridos crece, cuanto mayor sea el préstamo que contrajeron, mayor será su beneficio), como a los prestamistas que otorgan préstamos de todo tipo en un marco de alza general de los precios y la economía, por lo que la deuda nunca les parece demasiado arriesgada. El “momento Minsky” [16] inducido por distintos factores como una recesión o el fin de una burbuja (que se correspondería con la tendencia declinante de los precios de la propiedad inmobiliaria y el aumento de las tasas de interés en Estados Unidos a partir del año 2006), refiere a un instante en el cual quienes están sobreendeudados se ven obligados a vender sus activos para poder pagar sus préstamos. Krugman señala que los prestamistas “descubren de nuevo los riesgos de la deuda, los deudores se ven obligados a iniciar el desapalancamiento y empieza la espiral deflación-deuda de Fisher” [17].
Krugman concluye entonces que la situación actual es producto de la combinación de una trampa de liquidez con un exceso de deuda pendiente que redunda en una serie de paradojas. La famosa “paradoja del ahorro” analizada por Keynes que muestra que “en una economía deprimida, lo único que ocurre cuando todo el mundo intenta ahorrar más (y por lo tanto, gasta menos) es que los ingresos menguan y la economía sufre. Y a medida que la economía ahonde su estado de depresión, las empresas invertirán menos, no más: en el intento de ahorrar más desde el punto de vista personal, los consumidores terminan ahorrando menos en conjunto” [18]. La “paradoja del desapalancamiento”, es la que señala Fisher, y expresa la contradicción de que en “un mundo en el que un gran porcentaje de personas o empresas está intentando cancelar sus deudas, todas al mismo tiempo, es un mundo en el que se reducen los ingresos y el valor de los activos, donde los problemas de endeudamiento se agravan, en lugar de mejorar” [19]. Por último Krugman agrega la “paradoja de la flexibilidad” que define como el hecho de que “un recorte general de los salarios deja a todo el mundo en el mismo lugar, salvo en un aspecto: reduce los ingresos de todos pero el nivel de deuda se mantiene igual” [20].
Si bien Krugman deja sin explicar los motivos últimos de la crisis [21], aporta elementos para una radiografía de la situación en Estados Unidos. Por el contrario, la situación europea no puede comprenderse mediante las mismas “paradojas” señaladas. Refiriéndose al “momento Minsky”, a la espiral deuda-deflación de Fisher y a lo que denomina “paradoja de la flexibilidad”, Krugman señala “que es una dinámica que se percibe con toda claridad si uno mira a los gobiernos europeos” [22]. Pero las “paradojas” no son en realidad tal cosa en Europa. La política impulsada por Alemania a la que Krugman califica exageradamente de schumpeteriana [23], en el sentido de la advertencia del economista austríaco “en contra de cualquier política de intervención que pudiera impedir que se cumpliera la ‘labor de las depresiones” [24], tiene –y Krugman lo sabe muy bien– un objetivo claro y definido. No es “paradójica” la política alemana hacia los países de Europa meridional e Irlanda denominados despectivamente ya sea PIIGS [25] o GIPSI [26], que persigue con toda claridad incentivar una desvalorización de activos en esos países para el avance del capital alemán. La mayoría del Partido Republicano y sectores del Partido Demócrata que Obama ¿resiste? con enorme timidez –como Krugman reconoce– tienen en Estados Unidos, objetivos similares. Pero la gran diferencia entre las políticas implementadas por Alemania y aquellas implementadas por Estados Unidos, muy lejos de ser ideológica, se desprende de las distintas posiciones relativas que conllevan necesidades y posibilidades políticas y económicas diferentes de ambos imperialismos [27]. El origen de la crisis y las políticas implementadas para salir de ella, tienen sus fundamentos en los límites del capital y en las distintas posiciones relativas de los Estados capitalistas que delinean en definitiva a los sectores de clase que gobiernan sus respectivas economías.
Sobre “acreedores” y “financistas”
Cuando avanzamos en las definiciones de Krugman encontramos que no sólo se trata para él de “malas políticas” y “malas ideas” sino que estas ideas y políticas acompañan los intereses particulares de un sector determinado del capital asociado a las “finanzas”. El autor señala: “En los terroríficos meses que siguieron a la caída de Lehman, casi todos los gobiernos principales del mundo estuvieron de acuerdo en que había que compensar el hundimiento repentino del gasto privado, y pasar a desarrollar políticas monetarias y fiscales expansivas –con más gastos, menos impuestos, y la impresión de grandes cantidades de base monetaria–, esforzándose por limitar los daños. Así, se adecuaban a los consejos de los manuales corrientes y, lo que es más importante, ponían en práctica la dura lección aprendida con la Gran Depresión” [28]. Pero, agrega que “en 2010 ocurrió algo extraño: una gran parte de la élite gestora del mundo –los banqueros y los funcionarios financieros que definen el saber convencional– decidió arrojar por la borda los manuales y las lecciones de la historia y declaró que lo poco era mucho. Sin apenas transición, se puso de moda reclamar recortes del gasto, incrementos de impuestos y tasas de interés aún más elevadas, a pesar de las descomunales cifras de desempleo” [29]. Y ¿cómo explica Krugman este cambio de política? Nos dice que “si uno mira qué quieren los ‘austeríacos’ [30] –una política fiscal centrada en el déficit, antes que en la creación de empleo, una política monetaria que combata obsesivamente hasta el mínimo signo de inflación y que eleve las tasas de interés incluso frente a un desempleo muy elevado–, todo ello, de hecho, sirve a los intereses de los creditores: de los que prestan dinero, por oposición a los intereses de quienes lo toman prestado o trabajan para vivir. Los creditores quieren que los gobiernos conviertan la devolución de la deuda en su máxima prioridad; y se oponen a toda acción de la faceta monetaria que, o bien prive de rendimientos a los banqueros al mantener los tipos bajos, o bien erosione el valor de los títulos de crédito mediante la inflación” [31]. Su exposición en este aspecto es hasta cierto punto innegable, nadie podría cuestionar en abstracto que una política deflacionaria conviene a los acreedores y una política inflacionaria conviene a los deudores. Salvo que es necesario hacer aquí al menos tres distinciones fundamentales.
En primer lugar es preciso señalar que fueron justamente los acreedores los principales beneficiarios de los planes estatales iniciales que Krugman insinúa como “buena política”. Los banqueros y funcionarios financieros devinieron los fundamentales receptores de las grandes cantidades de base monetaria que los gobiernos de los principales Estados generaron para rescatar acreencias incobrables e implementar nacionalizaciones bancarias parciales [32]. El rescate de las deudas bancarias es decir, la máxima prioridad que exigen los acreedores, fue el objetivo central de los gobiernos en la fase alabada por Krugman, mientras las políticas fiscales, aún cuando tuvieron existencia efectiva, gozaron de un lugar marginal en el conjunto de las políticas gubernamentales [33]. Las deudas incobrables de los bancos rescatados se transformaron en pasivos de los Estados y aquí es precisamente donde se produjo el giro que Krugman considera “extraño”. Pero no tuvo nada de extraño; una vez que las acreencias incobrables de los bancos fueron parcialmente rescatadas, esa misma deuda se trasladó a los Estados que devinieron el eslabón débil de la cadena. Esta situación se puso de manifiesto con la explosión de la deuda griega en 2010. Como Krugman señala citando un estudio sobre el ascenso y la caída de las políticas keynesianas en la crisis “el hundimiento de la confianza de los mercados en Grecia se interpretó como parábola de los riesgos del despilfarro fiscal. Los estados que entraron en graves dificultades fiscales corrían el peligro de perder toda la confianza de los mercados y quizá, caer en la absoluta ruina” [34]. Como corolario de esta situación, los acreedores, es decir, banqueros y funcionarios financieros, arremetieron contra los Estados, socializando la carga de la deuda. Nuevos rescates (que son siempre rescates de los acreedores) se pusieron a la orden del día pero ahora acompañados de planes de ajuste destinados a que sean los trabajadores y los sectores populares quienes paguen las onerosas deudas de los rescates iniciales trasladados a las arcas estatales. En última instancia –auque en tiempos diferidos– y muy a pesar del apego keynesiano de Krugman por la fase inicial de acción coordinada de los Estados, los pagadores y los cobradores son siempre los mismos, y los beneficiarios han sido los acreedores.
En segundo lugar resulta de suma importancia definir el sujeto al que se alude cuando se habla de “acreedores”. El sector que Krugman denomina “acreedores” y que identifica con banqueros y funcionarios financieros, representa en realidad una estrecha alianza que incluye no sólo al capital bancario y las instituciones financieras en general (banqueros y funcionarios financieros), sino también al capital de las principales corporaciones de la llamada economía “real”. La tendencia a la fusión o a la alianza del capital de los bancos e instituciones financieras con el capital de las grandes corporaciones, ya sean industriales o de servicios, que conforma el “capital financiero”, junto con la aceleración de la concentración y centralización del capital, se impuso desde principios del siglo XX y se inscribe en una de las principales características que especificó Hilferding y luego retomó Lenin para definir la fase imperialista del capitalismo. Ambas tendencias en claro ascenso durante las primeras décadas del siglo pasado fueron contrarrestadas en parte, durante el New Deal en Estados Unidos, por reglamentaciones de contenido limitadamente antimonopólico como la NRA [35] y por leyes como Glass-Steagall que separaba la banca de depósito de la banca de inversión ligada a la bolsa. Estas reglamentaciones estatales que continuaron rigiendo durante el boom de la segunda posguerra mundial y que no impidieron la explosión durante aquel período de lo que hoy se conoce como empresas transnacionales, se fueron debilitando en la medida en que las extraordinarias y excepcionales condiciones para la acumulación del capital hallaban sus límites. Ambas tendencias retomaron una fuerte dinámica durante la contraofensiva neoliberal en los años ‘80. Las necesidades de “valorización” ficticia del capital [36] fueron acompañadas por la progresiva eliminación de todas las regulaciones, cuya máxima expresión fue la anulación de la ley Glass-Steagall en 1999 bajo gobierno de Bill Clinton y tras una petición específica del Citibank. Un exhaustivo estudio reciente [37], que hurga en el desarrollo y distribución de la propiedad accionaria, concluye que tres cuartas partes de las 147 principales empresas transnacionales que detentan el control sobre casi cuatro décimos del valor económico del total de las empresas transnacionales existentes, está constituido por intermediarios financieros. El desarrollo creciente del capital ficticio y las burbujas especulativas así como la concentración del capital características de los años ‘90 y 2000, no pueden separarse del proceso de fusión del capital de “crédito” y el capital de la llamada “economía real”. La liviandad de Krugman radica en soslayar tanto esta tendencia profunda del capital como su fundamento, estrechamente asociado a las dificultades para la acumulación, adjudicando a las “malas ideas” o “malas políticas” tributarias de los intereses perversos de los “mercados financieros” (entendidos como banqueros y funcionarios financieros), el giro político hacia la derecha que se produjo en los años ‘80. Otra vez Krugman busca salvar la salud del capital y la inmutabilidad del sistema capitalista sugiriendo que la actual crisis podría revertirse mediante el sólo giro de la voluntad de las élites que controlan el poder habilitando el advenimiento de las “buenas políticas” y las “buenas ideas”.
En tercer lugar y por último, se debe poner de relieve una cuestión que Krugman omite y es que también los Estados ostentan distintas posiciones deudoras y acreedoras, elemento que al menos en parte contribuye al diseño de sus políticas. Por ejemplo, la posición internacional de Estados Unidos es deudora por lo cual, las políticas devaluatorias, de dólar barato, contribuyen a licuar su deuda mientras la posición internacional de Alemania es, por el contrario, acreedora [38]. Krugman recuerda que en aquel año 2010, la OCDE aconsejó a todos los países aplicar recortes del gasto, incrementos de impuestos y elevar las tasas de interés y señala que “afortunadamente, la autoridades estadounidenses no aceptaron el consejo. Hubo cierta restricción fiscal ‘pasiva’ cuando el estímulo de Obama se desvaneció, pero no un giro completo hacia la austeridad. Y la Reserva Federal no sólo mantuvo sus tasas en un nivel bajo, sino que se embarcó en un programa de adquisición de bonos, como intento de proporcionar más brío a la débil recuperación” [39]. Nuevamente parece que en Estados Unidos primaron las –“más o menos” – “buenas políticas” favorables a los “deudores” mientras que en Europa triunfaron las “malas ideas” de “banqueros y funcionarios financieros”. Pero otra vez, no se trata aquí –y Krugman lo sabe muy bien– de buenas y malas políticas e ideas. Se trata de posiciones relativas de los distintos países imperialistas. Los programas de “quantitative easing” [40] impulsados por el gobierno norteamericano desde 2010, no sólo perseguían incentivar el crédito interno sino que tenían entre sus principales objetivos devaluar el dólar, política mediante la cuál Estados Unidos gana competitividad internacional y sobre todo produce una licuación internacional de su deuda, devaluando como contrapartida las reservas nominadas en dólares de todos sus acreedores de entre los cuales China es el principal. A su vez y como el propio Krugman señala, los programas de ayuda al endeudamiento de Obama “terminaron en una broma de mal gusto: son muy pocos los prestatarios que han obtenido una ayuda significativa y algunos, en realidad, han terminado hallándose aún más endeudados” [41], de hecho “son muchas personas las que ni pueden satisfacer las cuotas, ni pueden cancelar la hipoteca vendiendo la casa; la receta, claro está, garantiza una epidemia de ejecuciones” [42]. De modo que, muy lejos estuvieron las políticas devaluatorias norteamericanas de favorecer a los “deudores internos”.
Intereses de clase presentados como “ideas económicas”
Refiriéndose a la ya citada advertencia de Joseph Schumpeter cuando recomendaba evitar cualquier política de intervención que impidiera el cumplimiento de la tarea “saneadora” de las recesiones, Krugman plantea: “Cuando estudié Económicas, afirmaciones como la de Schumpeter se describían como características de la escuela ‘liquidacionista’, que, básicamente, aseveraba que el sufrimiento que se vive durante una depresión es bueno y natural, y no debe hacerse nada para aliviarlo. Y el liquidacionismo, nos decían, ha sido rebatido meridianamente por los hechos. Ya no digamos Keynes: hasta Milton Friedman emprendió una cruzada contra esta clase de pensamiento. Sin embargo, en 2010, de pronto recuperaron un lugar preponderante argumentos liquidacionistas en nada distintos a los de Schumpeter (o Hayek)” [43].
Como ya señalamos, Krugman es neokeynesiano, o sea que desde el punto de vista de la teoría económica integra la “nueva síntesis neoclásica” que tomó cuerpo hacia finales del siglo XX. La teoría económica burguesa, en particular desde inicios del siglo XX, siguió una senda tan pragmática como alejada del pensamiento científico, aún limitado, de los economistas clásicos [44]. Sólo en parte tiene razón Robert Skidelsky cuando señala que “del mismo modo que Keynes triunfó políticamente porque el desempleo era el problema de la década de 1930, Friedman triunfó políticamente porque la inflación era el problema de la década de 1970. La defensa que hacía Friedman del libre mercado también llegó en el momento en que las grandes empresas, alarmadas por los crecientes gastos sociales necesarios para financiar el programa de la Gran Sociedad del presidente Johnson, comenzaron a oponerse al ‘gran gobierno’” [45]. En realidad, esta era sólo la forma manifiesta del problema que expresaba una disminución de las ganancias que se hacía efectiva llegando el boom a su fin y que exigía acabar con el “pacto social” al que había dado origen inicialmente el New Deal en Estados Unidos, y que luego de la guerra se extendió a la mayor parte de los países centrales como así también a varios países semicoloniales. La manifestación de este proceso fue la crisis y “estanflación” de los años ‘70 que dio lugar en el terreno de la teoría económica a la ofensiva “anti-keynesiana” [46] liderada por Milton Friedman. Pero aún cuando Friedman fue un claro defensor de la liberalización de la empresa privada estimulando de forma sistemática la reducción de impuestos y una menor regulación del capital, aun cuando fue el mentor del monetarismo moderno [47] que dio sustento teórico a la ofensiva neoliberal comenzada en el año ‘79 e ideólogo de la reaccionaria teoría de la “tasa natural de desempleo” [48], no renegó completamente –y he aquí el señalamiento de Krugman– de la necesidad de implementar ciertas políticas de intervención del Estado sobre la economía. Friedman sostuvo que “mientras que a largo plazo las variaciones del stock de dinero afectan al nivel de precios más que al nivel de producción, a corto plazo ‘los cambios en la tasa de crecimiento del stock de dinero también pueden ejercer una influencia considerable sobre la tasa de crecimiento de la producción’” [49]. Es decir, Friedman propugnaba la implementación de políticas monetarias de corto plazo que fueron en esencia funcionales –aunque conceptualmente contradictorias– a la idea de la “autorregulación” de los mercados, y que constituyeron la base de las recurrentes intervenciones estatales destinadas a rescatar al “capital financiero” en las múltiples convulsiones que se produjeron desde los años ‘80. También esta concepción avaló las manipulaciones de la tasa de interés mediante las cuales Estados Unidos disciplinó periódicamente a sus competidores. Robert Lucas, discípulo de Friedman, y la denominada “Escuela de Chicago”, hicieron una apuesta aún mayor incluyendo la teoría de las “expectativas racionales” [50] que en realidad buscaba llevar hasta el final el pensamiento de su maestro, negando incluso la utilidad de las políticas monetarias de corto plazo, promoviendo la idea de la “autosuficiencia de los mercados” [51]. Como reacción a esta escuela es que en la misma década de 1980 surge la corriente “neokeynesiana” integrada por Paul Samuelson, Joseph Stiglitz, Christina Romer y el mismísimo Ben Bernanke [52], entre otros, y de la que se reclama partidario Paul Krugman. Esta escuela, aun aceptando la teoría de las expectativas racionales [53] y la existencia de la tasa natural de desempleo, seguía sosteniendo la tesis keynesiana de que los mercados no se vacían instantáneamente [54]. Esta cuestión los habilitaba a justificar una intervención gubernamental limitada dado que “las economías no consiguen autoequilibrarse con rapidez y la tasa de paro puede estar por encima de la tasa natural durante mucho tiempo” [55]. Esta escuela que, como apunta Krugman “halló refugio en centros como el MIT, Harvard y Princeton […] e igualmente en algunas instituciones creadoras de directrices, tales como la Reserva Federal y el Fondo Monetario Internacional”, tuvo inicialmente un lugar marginal en la Academia pero ya a partir de los años ‘90 se puede hablar de la “nueva síntesis neoclásica” que incorpora tanto elementos neoclásicos como neokeynesianos admitiendo intervenciones monetarias y fiscales en el corto plazo [56]. Las políticas con fundamento neoclásico de corte más bien friedmaniano, rigieron los lineamientos económicos desde la década del ‘80 hasta el año 2008. Pero a partir de la caída de Lehman, cuando se desvanecieron las certezas relativas a la “marcha imparable de los mercados”, hasta cierto punto puede sostenerse que primaron las políticas de la “nueva síntesis neoclásica”. Los históricos desembolsos de dinero estatal sobre la economía, siguiendo las antiguas recomendaciones de Friedman referidas a los años ‘30 [57], junto con una mayor inclusión de los preceptos neokeynesianos, pasaron a primer plano en la definición de las políticas económicas de los países centrales hasta el año 2010. En la cita con que inicia este apartado, Krugman se lamenta de que a partir de aquel año y a pesar de la Gran Recesión, han vuelto a instalarse en particular en Europa y en la voz del Partido Republicano en Estados Unidos, tendencias hacia el “liquidacionismo” al estilo de Schumpeter o Hayek, como ni siquiera en los años ‘80 se habían podido reinstalar. Esta definición podría considerarse cierta aunque sólo en términos muy relativos porque a decir verdad es una forma engañosa de plantear el asunto. Lo cierto y más notable es que durante los últimos treinta años, como dice un editorialista del Financial Times, “a pesar de las diferencias nominales entre los comunistas de China, los capitalistas de Nueva York y la izquierda blanda de Europa, sus acuerdos eran más llamativos que sus enfrentamientos. Los líderes políticos de todo el mundo hablaban el mismo idioma sobre fomentar el libre mercado y la globalización” [58]. Durante todos esos años, es cierto, a nadie se le ocurrió llegar al “extremo” de reivindicar directamente a Hayek o a Schumpeter pero a decir verdad, tampoco se le ocurrió a nadie, llegar al “extremo” de reivindicar directamente a Keynes… ni siquiera a Paul Krugman. El telón de fondo de esta nueva situación es la magnitud de la crisis económica mundial que “se trata esencialmente de la clase de situación que John Maynard Keynes describió en la década de 1930: ‘un estado crónico de actividad inferior a la normal durante un período de tiempo considerable, sin tendencia marcada ni hacia la recuperación ni hacia el hundimiento completo” [59]. Y esta no es la crisis que sucede al fin de un período de auge “semiorgánico” [60] como lo fue la crisis de los años ‘70. Se trata de una crisis que sucede al fin del período de la restauración neoliberal [61]. Por lo que en realidad ya no hay mucho más que pueda hacerse sin que se vuelvan a plantear los grandes dilemas de la economía y la política. Sin embargo, considerar la actual política alemana como hayekiana es por cierto una exageración tanto como lo sería considerar a la política de Obama como plenamente keynesiana. Han emergido, no obstante, nuevas tendencias como reacción a la crisis de la ideología dominante y como formas de respuesta a la crisis económica mundial. El editorialista antes citado plantea que “En términos generales, las cuatro tendencias más fuertes que están surgiendo son las siguientes: la tendencia populista de extrema derecha, la socialdemócrata-keynesiana, la hayekiana-libertaria y la socialista anticapitalista. Cada una de estas nuevas tendencias es una reacción contra las ideas dominantes entre 1978 y 2008”. Pero a decir verdad, como el mismo editorialista sugiere, sólo miembros de la ultraderecha republicana como Ron Paul o la ultraderecha alemana que se horroriza por las intervenciones del Banco Central Europeo o por los “rescates” de los países en quiebra, se pueden asociar con un pensamiento hayekiano libertario [62] aunque “el impulso de hacer que el gobierno vuelva al siglo XVIII no es muy común en Europa” [63]. Incluso Krugman señala que “no está claro que Romney crea de verdad en lo que está diciendo ahora mismo. Sus dos asesores económicos principales […] son republicanos convencidos, pero también bastante keynesianos en su enfoque de la macroeconomía […] Al menos, podemos abrigar la esperanza de que el círculo más inmediato a Romney sostenga puntos de vista mucho más realistas de los que el candidato está exhibiendo en sus discursos, y que una vez en la presidencia, se quite la máscara y deje ver su verdadera naturaleza pragmático-keynesiana” [64]. Por lo que el mismo Krugman admite que más allá de las “ideologías” y los discursos de los distintos partidos de la burguesía, es siempre probable que en condiciones históricas determinadas, sus lineamientos se adapten a las necesidades políticas y materiales de la burguesía del Estado que representan. Sin ir más lejos y como ya mencionamos, fue un presidente demócrata quien, en los años ‘90, dio el tiro de gracia a las regulaciones financieras establecidas por el New Deal.
La relativa contradicción actual entre las políticas norteamericanas y europeas tiene como fundamento la distinta situación material y la posición que caracteriza a ambos Estados imperialistas. La incapacidad del Banco Central Europeo de intervenir como prestamista de última instancia a la manera de la Reserva Federal Norteamericana, como lo pretenden Estados Unidos y sus analistas adeptos como Krugman, no se trata de un problema de “voluntad” ni de “estrechez de miras”. La estrategia del gobierno alemán que dirige al BCE, consiste en subordinar a los países meridionales de Europa e Irlanda, dejando actuar en parte la crisis, provocando una destrucción tal de fuerzas productivas que permita a Alemania avanzar atacando incluso la soberanía de los Estados más débiles. Pero este accionar está limitado por el permanente riesgo de quiebras bancarias y de los propios Estados en situación más vulnerable, cuestión que guía las recurrentes medidas de intervención de Alemania y del BCE y hace imposible definir su política como “hayekiana”. El BCE no es ni puede ser prestamista de última instancia como la Reserva Federal simplemente porque no existe un “supraestado” europeo y porque la tutela de la fortaleza del euro, en la medida en que ello sea posible, es parte de la estrategia alemana. Existe una relación estrecha entre la fortaleza de una moneda y la fortaleza de una nación imperialista, en parte porque la fortaleza de la moneda expresa la capacidad de adquirir una porción mayor de la producción mundial con menos gasto de trabajo. Estados Unidos tuvo la capacidad de manejar devaluaciones y revaluaciones del dólar doblegando a distintos competidores pero ello ocurrió gracias al excepcional poder que heredó del resultado de la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos hoy mantiene en parte esa capacidad aunque debilitada, pero ni siquiera esta es la situación de Alemania y del euro como tampoco fue aquella de Inglaterra y la libra esterlina en los años ‘20 y ‘30 [65] .
A modo de ejemplo y por supuesto, salvando las distancias, la implementación en el año 1933 del New Deal en Estados Unidos y del fascismo alemán, no expresaba la oposición entre “buenas” y “malas” políticas e ideas. Como señalaba León Trotsky: “La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a la aristocracia obrera y campesina, sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia” [66]. Mientras tanto, el nacional socialismo hitleriano, expresaba la política necesaria del capital más concentrado de una nación que había llegado tarde al reparto del mundo y que además había sido perversamente sojuzgada por las condiciones impuestas por los aliados en el Tratado de Versailles.
¡Acabad ya con esos salarios y… con esos déficits!
En términos generales y abstractos, Krugman defiende el concepto keynesiano de “políticas contracíclicas” que presupone bajas tasas de interés y déficit fiscal en los períodos recesivos, y a la inversa, políticas de superávit fiscal y ascenso de las tasas de interés durante los períodos expansivos. Veamos entonces en primer lugar el caso de Europa. Krugman se presenta como “euroescéptico”, crítico de la moneda común y partidario de la devaluación aunque, dadas las circunstancias actuales europeas, sostiene que “romper el euro ahora que ya existe se pagaría muy caro […] En consecuencia sería mejor encontrar una forma de salvar al euro” [67]. Plantea por lo tanto una serie de puntos críticos y sugiere medidas que podrían definirse como mecanismos para obtener las “ventajas” de la devaluación aunque sin devaluar.
El primer aspecto que aborda refiere a la cuestión de la “competitividad” y los salarios en los países de Europa meridional e Irlanda. Tratando el caso de España que considera paradigmático, Krugman plantea que “España ha vivido buena parte de la última década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado por grandes entradas de capital provenientes de Alemania. Este auge ha alimentado la inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de Alemania. Pero al final resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja que ahora ha estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando a un lado la construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto sin embargo, la industria española no es competitiva, porque los sueldos españoles son demasiado altos comparados con los de los alemanes [68]. Es preciso detenerse en este primer punto para hacer una serie de distinciones. En primer lugar, es cierto que los salarios españoles crecieron más que los alemanes pero en modo alguno es cierto que sean demasiado altos comparados con los alemanes. Los salarios españoles, partiendo de un nivel mucho más bajo que los alemanes, se incrementaron a un ritmo mayor desde la puesta en funcionamiento del euro precisamente, porque las entradas de capital provenientes de Alemania a baja tasa de interés alimentaron el auge inmobiliario y del consumo estimulando a la vez una inflación sensiblemente mayor que la alemana. Esa inflación mayor, hizo que las tasas de interés reales disminuyeran en España con lo cual el crédito proveniente de Alemania se volvía cada vez más barato, realimentando el ciclo. La inflación más elevada en España volvía más baratos los productos importados, motivo por el cual España (junto con el resto de los países de Europa meridional e Irlanda), incrementaba sus importaciones provenientes de Alemania. Como concluye Krugman correctamente: “Tras la creación del euro, las economías de los países GIPSI (Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia) incurrieron en enormes déficits en sus balanzas por cuenta corriente (como indicador aproximado de la balanza comercial). En cambio, Alemania obtuvo un superávit equivalente” [69]. El resultado de este proceso en España fue la desindustrialización, una evolución de la productividad cercana al estancamiento y el aumento de los precios. El resultado en Alemania, por el contrario, fue el desarrollo de una economía exportadora, con una productividad en ascenso y precios que apenas crecieron. Krugman señala que “en la década siguiente a la creación del euro, el coste unitario de la mano de obra (con sueldos ajustados a la productividad) ascendió cerca de un 35 por 100 en el sur de Europa, comparado con el incremento de sólo un 9 por 100 en Alemania” [70]. Pero esto es tan cierto como que la inflación en España, por continuar con este ejemplo, fue casi el doble que en Alemania [71]. Como resultado final, el ingreso bruto anual promedio de los empleados full time de la economía privada en Alemania alcanzaba en 2009, 41.100 euros, mientras en España alcanzaba para el mismo año 26.316 euros [72]. Del mismo modo y según datos recientes de la misma fuente, cada hora trabajada en España cuesta un 25,3% menos que la media europea. Mientras el precio medio de la hora de trabajo es de 20,6 euros en España, la media de la Eurozona es de 27,6 euros, siendo el precio medio de la hora de trabajo en Alemania de 30,1 euros [73]. En conclusión, el costo laboral unitario en España aumentó marcadamente más que en Alemania aunque sigue siendo significativamente más bajo, mientras que en términos reales, prácticamente no creció e incluso en términos nominales se encuentra, por debajo de la media de la Eurozona [74].
La actual situación de España (y de los países de la zona euro con déficit comercial) es subproducto del sistema perverso de división del trabajo establecido por el euro que incentivó la exportación de capitales y de mercancías desde Alemania hacia esos países, provocándoles alta inflación, estancamiento de la productividad y destrucción de las estructuras productivas. Krugman, que se posiciona como gran “desmitificador” del “peligro inflacionario”, del “peligro del déficit fiscal” o del “peligro de la deuda”, construye un nuevo gran mito según el cual en los países de la zona con déficit comercial (donde existen los mayores índices de desocupación de los países avanzados tomados de conjunto), la causa de la caída de la “competividad” estaría asociada al crecimiento de los salarios. Concluye entonces que de lo que se trata es de “ajustar” los salarios para incrementar la “competitividad”. Pero ¿no era que tenían que pagar los “acreedores”…? ¿En qué se diferencia Krugman entonces de quiénes denomina “austeríacos”? La respuesta es sencilla, se diferencia en la forma, en el mecanismo que sugiere poner en práctica para reducir los salarios. La cuestión de la “competividad” (que no debe confundirse con el concepto de “productividad”), está detrás de todas las políticas devaluatorias. La competitividad representa estrictamente el interés de las burguesías que producen en determinado país y está centrada en disminuir lo que en términos de la economía burguesa y de la contabilidad patronal se denomina “costos” de producción. Son políticas centradas en reducir fundamentalmente los salarios y por tanto resultan en todo sentido opuestas a los intereses de los trabajadores.
A la pregunta “¿Cómo puede recuperar España su competitividad?” responde Krugman que “una forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos inferiores (o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer si España y Alemania comparten moneda” [75]. Sin embargo admite que este no es un “buen camino” debido a que “los salarios están sujetos a una ‘rigidez nominal frente a la reducción” [76]. Propone por tanto otra alternativa: “los trabajadores son mucho más reacios a aceptar, digamos, que al final del mes les ingresen en su cuenta una cantidad un 5 por 100 inferior a la que recibían, que no a aceptar un ingreso inalterado, cuyo poder adquisitivo, sin embargo, se ve erosionado por la inflación” [77]. Keynes denominaba “ilusión monetaria” a esta modalidad de rebajar los salarios, que defendía abiertamente debido a que, como los trabajadores no perciben igual una reducción real de sus salarios que una reducción nominal, la reducción real no disminuye su consumo en la misma medida. De esta manera los trabajadores seguirían produciendo plusvalor sin demasiadas alteraciones (sin huelgas ni acciones que obstaculicen o hagan peligrar la producción capitalista) y encima… no provocarían una caída del consumo, contribuyendo a sostener la realización de ese mismo plusvalor. Krugman destaca en este sentido el ejemplo de Islandia que “declaró que no era responsable de las deudas de sus banqueros desbocados, y además contaba con la grandísima ventaja de tener aún su propia moneda, lo cual le facilitó mucho el camino para recuperar la competitividad: se limitaron a dejar caer la corona y, sólo con eso, recortaron los sueldos en un 25 por 100 en relación con el euro” [78]. “Gran salida”… pero ¡qué lástima!... Para Europa no funciona, porque Krugman sugiere “salvar al euro”. ¿Cómo lograr entonces lo mismo pero sin devaluar? Este punto nos lleva al segundo aspecto.
Krugman señala que otra forma de alcanzar los mismos resultados “podría conseguirse mediante la inflación en las economías de los países centrales. Supongamos que el Banco Central Europeo siguiera una política de dinero barato mientras el gobierno alemán proponía un estímulo fiscal; esto supondría pleno empleo dentro de Alemania, aunque en España las tasas de desempleo continuarán siendo aún elevadas. Por lo tanto los sueldos españoles no subirían mucho, si es que llegaran a subir, mientras que los alemanes sí crecerían bastante; de este modo, los costes españoles se mantendrían al mismo nivel mientras que los costes alemanes aumentarían. Y este ajuste, en el caso español, sería relativamente sencillo; no digo sencillo, solo relativamente sencillo” [79]. Agrega además que “a corto plazo, los países con excedente tienen que ser la fuente de una gran demanda de exportaciones. Y, con el tiempo, si este camino no termina conllevando a una deflación carísima en los países deficitarios, tendrá que implicar una inflación moderada, pero significativa, en los países excedentarios, y una tasa de inflación algo menor pero aún importante –digamos de un 3 o 4 por 100– para la zona euro en su conjunto. Todo esto exige una política monetaria muy expansiva por parte del Banco Central Europeo, además de un estímulo fiscal en Alemania y unos pocos países más pequeños” [80]. Cuestión que además debería incluir “garantías de una liquidez adecuada –garantías de que los gobiernos no se quedarán sin dinero […] La forma más clara de lograrlo sería que el Banco Central Europeo estuviera preparado para comprar bonos gubernamentales de los países del euro” [81]. He aquí la conclusión y el aspecto central que busca resaltar Krugman. Toda esta especulación es evidentemente un programa opuesto por el vértice a las políticas que propugna Alemania. Y no es que Krugman esté particularmente interesado en ayudar a las burguesías de los países deficitarios de la Eurozona, sino que está preocupado por golpear a Alemania en su punto débil. Como planteamos en el apartado anterior, Alemania se mueve en una contradicción profunda. Sus intentos de fortalecerse como potencia y avanzar sobre la “periferia” de la zona, colocan en riesgo permanente la estabilidad de la región y con ella las mismas posibilidades de Alemania de prosperar en su estrategia. Esta contradicción es la que pone sistemáticamente límites a las políticas expansionistas alemanas y la obliga a ceder aplicando a cuenta gotas medidas monetarias expansivas que la debilitan en última instancia. Esa “herida” es la que Krugman quiere abrir hasta el final, tanto para resguardar la situación de la economía norteamericana como para debilitar las ansias expansionistas de Alemania [82]. Como faz “teórica” y “científica” de las presiones de Estados Unidos sobre la Unión Europea, Krugman le sugiere a Alemania que deje de ser Alemania, que desande el camino del euro, que ceda su superávit comercial, que deje de ser una potencia exportadora compensando los déficits de los países que integran su “periferia”. Le recomienda devaluar el euro, relegar su fortaleza monetaria y hacerse cargo de las deudas que perversamente generó a sus “deudores”. En definitiva, le propone que actúe como lo haría Washington por ejemplo, frente a Nevada y no como efectivamente lo hace (y lo hizo siempre) frente a sus semicolonias. La política que propone Krugman como “quién no quiere la cosa” es la que Alemania trata de evitar por todos los medios y no por los motivos que el autor esgrime en el sentido de que “los alemanes, sienten un odio verdaderamente profundo hacia la inflación, debido al recuerdo de la gran inflación de los primeros años veinte” [83]. Krugman sabe muy bien que si el “peligro inflacionario” es un gran instrumento propagandístico de la burguesía alemana, tiene poco que ver con los fundamentos últimos de las políticas del stablishment.
El tercer aspecto, se refiere al déficit fiscal. Dice Krugman que “aunque las cuestiones fiscales no están en el meollo del problema, en el punto actual los países deficitarios tienen problemas de déficit y endeudamiento y tendrán que poner en práctica medidas de considerable austeridad fiscal, durante un tiempo, para ordenar los sistemas fiscales” [84]. Pero nuevamente, ¿no sugería Krugman desarrollar políticas para favorecer a los “deudores”? ¿No propugnaba una política “contracíclica”? Es notable como termina renegando de su propia propaganda original sobre las “grandes mentiras” sugiriendo… otra política de ajuste para Europa. ¿Austeríacos?
Estados Unidos: políticas “insuficientes”
Continuando con el concepto de la voluntad y de las buenas y malas ideas y políticas, a las acciones norteamericanas desde el inicio de la crisis hasta el momento, en el relato de Krugman, les toca un lugar intermedio. Como en las películas de Hollywood donde el bando antinorteamericano es malo por definición, completamente malo (por lo menos desde el año 2010), el bando norteamericano en el que obviamente están los buenos (aunque siempre también hay malos), suele cometer “excesos” (“carencias” en este caso) por lo que nunca es completamente bueno. De una forma similar parece evaluar Krugman la actuación del gobierno norteamericano en la crisis que, al menos en Estados Unidos, ya lleva más de cinco años. Refiriéndose a Barak Obama, señala que, desde su asunción en enero de 2009, “su actuación fue ciertamente rápida; lo suficiente como para que, en el verano de 2009, la economía terminara la caída libre. Pero no fue valiente. La pieza central de la estrategia económica de Obama, la ley de Reconstrucción y Recuperación, fue el mayor programa de creación de empleo de la historia estadounidense; pero también fue terriblemente inadecuado para la tarea” [85].
Pero en estas “carencias” iniciales, en este accionar “a medias”, en esta “cobardía”, Obama no estuvo solo y Krugman quiere dejar eso bien en claro. Por ello: “Para ser justos con Obama, su fracaso tuvo paralelos más o menos idénticos a lo largo de todo el mundo avanzado, pues los gestores políticos, aquí y allá, sólo hicieron parte de las cosas que debían hacer. Entraron con políticas de dinero barato y suficiente ayuda a los bancos para impedir que se repitiera el hundimiento general de las finanzas que se produjo en los primeros años de la década de 1930. […] Pero la acción política nunca tuvo, ni de lejos, la fuerza precisa para impedir el incremento constante e intenso del desempleo” [86].
Aún cuando critica la forma, Krugman reivindica el éxito y el carácter necesario de los rescates financieros y señala que “aunque el rescate financiero se desarrolló en términos demasiado generosos, cabe decir que, en lo esencial, fue un éxito. Las instituciones financieras sobrevivieron, los inversores recuperaron la confianza; y, en la primavera de 2009, los mercados financieros habían retornado a una situación más o menos normal” [87]. Pero el problema para el autor se encuentra en el hecho de que la “salud” del sistema financiero representa un factor necesario aunque en modo alguno suficiente para superar la crisis. De modo que: “Lo que Estados Unidos necesitaba era un plan de rescate para la economía real, de producción y empleo, que fuera tan intenso y adecuado a la meta como el rescate financiero. Sin embargo, no hubo nada similar” [88]. Así es como “el estímulo de Obama no fracasó porque fuera inútil; sencillamente, careció de la magnitud suficiente para compensar la enorme retirada del sector privado, que ya estaba en marcha antes de la aparición del estímulo” [89].
A la vez que reivindica el accionar de la Reserva Federal, critica que no contribuyó a desarrollar medidas que provocaran una mayor inflación, cuestión que considera fundamental para dinamizar la economía y que posiblemente habría evitado la actual “trampa de liquidez”. Plantea que a diferencia de lo que suele suceder en tiempos “normales”, en la situación actual, las grandes sumas de dinero otorgadas por la Reserva Federal a los bancos mediante la compra de activos, han quedado en las cuentas de la propia Reserva, sin movimiento. Aunque, sin embargo, “esto no supone que las adquisiciones de activos realizadas por la Reserva Federal hayan sido inútiles. En los meses posteriores a la caída de Lehman, la Reserva hizo préstamos cuantiosos a bancos y otras instituciones financieras que, probablemente, ayudaron a evitar que el pánico bancario fuera aún mayor que el que sufrimos en realidad. Entonces la Reserva entró en el mercado de los pagarés, que las empresas emplean para la financiación a corto plazo; y ayudó a mantener el comercio en funcionamiento, en un momento en el que, probablemente, los bancos no habrían ofrecido los fondos necesarios. En suma, la Reserva tomaba iniciativas que, según podemos ver, impidieron que la crisis financiera fuera mucho peor. Lo que no hizo, sin embargo, fue adoptar acciones que disparasen la inflación” [90]. Y, por otra parte, “la Reserva se ha limitado a poner en práctica la […] ‘flexibilización cuantitativa’ pero lo ha hecho con suma cautela, sólo en los momentos en los que la economía parecía especialmente débil, e interrumpiéndose cada vez que las noticias mejoraban un tanto” [91].
En conclusión, las políticas implementadas fueron “insuficientes”: “No hubo nada similar al programa de obras públicas de Roosevelt: la Administración de Proyectos Laborales o WPA (que, en su momento culminante, empleó a 3 millones de estadounidenses, cerca del 10 por 100 de la fuerza de trabajo en su tiempo. Hoy, un programa de dimensiones equivalentes daría empleo a 13 millones de trabajadores)” [92].
El “plato fuerte”
El programa de Krugman para Estados Unidos consiste en una serie de medidas que presuponen en primer lugar habilitar una tasa de inflación más alta que permita por un lado mitigar la “trampa de liquidez” y por el otro, licuar deuda ayudando a reducir su valor real. Recuerda a Irving Fisher cuando planteaba “que la expectativa de una inflación más elevada, cuando el resto de circunstancias no cambian, hace que solicitar préstamos resulte más atractivo: si los prestatarios creen que podrán devolver sus préstamos en dólares que valdrán menos que los dólares que toman prestados hoy, se mostrarán más dispuestos a endeudarse y gastar sea cual sea la tasa de interés” [93]. La segunda ventaja de la inflación se hallaría en el hecho de que “la deflación –dijo Fisher– puede deprimir una economía al elevar el valor real de la deuda. A la inversa, entonces, la inflación podría ser de ayuda al reducir ese valor real” [94]. De este modo, una disminución en términos reales de la deuda como subproducto de una mayor inflación, además de un programa específico de alivio de la deuda, “reduciría los activos de los acreedores al mismo tiempo, y por la misma cantidad en que reduce los pasivos de los deudores. Pero como los deudores se están viendo obligados a recortar el gasto, y los acreedores no, se trata de un positivo neto para el gasto a escala de la economía en su conjunto” [95] (¿considerará Krugman que la misma definición vale para los Estados Unidos tomados como nación?).
Ahora bien, en el caso de que estos programas no pudieran aplicarse o no resultaran efectivos, Krugman sugiere la entrada directa en acción del gobierno en el terreno de la inversión mediante la creación de obras públicas: “supongamos que entra en acción un tercero: el gobierno, supongamos que puede pedir dinero prestado durante un tiempo y emplear este dinero para construir cosas útiles, como por ejemplo túneles bajo el río Hudson. El verdadero costo social de estas cosas será muy bajo, porque el gobierno estará haciendo trabajar recursos que, de otro modo, quedarían sin uso. Y ello también facilitaría que los deudores cancelaran sus deudas; si el gobierno mantiene su gasto el tiempo necesario, puede hacer que los deudores lleguen a un punto en el que ya no se vean obligados a devolver la deuda con urgencia; y ya no se requerirá más gasto deficitario para lograr el pleno empleo. En efecto, con eso la deuda privada habría sido sustituida en parte por la duda pública; pero lo crucial es que el endeudamiento se habrá alejado de los actores cuya deuda está causando perjuicios económicos, de modo que los problemas de la economía se habrán reducido aun a pesar de que el nivel general de endeudamiento no habrá bajado” [96]. Para reforzar el planteo agrega: “No es preciso que sean proyectos visionarios, como un ferrocarril de velocidad ultrarrápida; pueden constar principalmente de inversiones prosaicas en carreteras, mejoras del ferrocarril, sistemas hídricos y demás. Un efecto de la austeridad obligada en el nivel estatal y local ha sido una caída brusca de la inversión en infraestructuras, lo que ha supuesto retrasar o cancelar proyectos, demorar mantenimientos, etcétera. Así, sería posible dar un impulso importante al gasto con el mero acto de recuperar todo lo que se ha pospuesto o cancelado en estos últimos años” [97].
A su vez, Krugman sugiere restablecer a los estados y municipios la ayuda necesaria para que retrocedan en sus recientes recortes presupuestarios señalando que “ello crearía mucho más de 1 millón de puestos de trabajo directos y, probablemente, cerca de 3 millones, cuando se toman en cuenta los efectos indirectos” [98]. Plantea además incrementar los montos del seguro de desempleo y otros programas de seguridad social. Respecto de la situación de la vivienda y las hipotecas sugiere un plan de refinanciación a gran escala que “debería resultar más fácil ahora, cuando muchas hipotecas se deben a Fannie y Freddie y estas dos entidades están ya plenamente nacionalizadas […] una refinanciación masiva podría resultar especialmente eficaz si se acompañara del empeño decidido, por parte de la Reserva Federal, de rebajar las tasas de interés hipotecarias” [99]. En cuanto a las políticas de la Reserva Federal, sugiere una “‘flexibilización cuantitativa’ mucho más intensa […] También tendría que comprometerse con una tasa de inflación relativamente más alta, digamos del 4 por 100, para los próximos cinco años […] Y debería estar dispuesta a nuevas medidas si esto demostrara ser insuficiente” [100]. Finalmente no hay que olvidar el “bondadoso” costado externo tan propiamente norteamericano y estrechamente asociado en el programa de Krugman a la promoción de una política inflacionaria, exportadora e imperialista más agresiva que expresa tensiones al interior del bloque de poder que dirige la economía estadounidense: “Hay otros frentes en los que nuestros gestores podrían y deberían actuar, especialmente en el comercio exterior; ya hace mucho tiempo que deberíamos haber adoptado una actitud más dura con China y otros manipuladores de divisas, incluso sancionándolos, si es preciso” [101].
En definitiva, estas son las propuestas centrales de Krugman coronadas con el aforismo de que “lo que bloquea esta recuperación es solamente la falta de lucidez intelectual y de voluntad política” [102].
Pero si para los países europeos deficitarios Krugman recomienda en lo esencial recortes salariales y ajuste fiscal, sus sugerencias para Estados Unidos, presentadas como algo similar al “aluvión de gasto público” que sacó a la economía de la depresión en los años ’30 –lo que sugiere algo parecido al “New Deal”–, resultan sintomáticamente timoratas. Krugman siquiera insinúa una nueva ley que separe a la banca comercial de la banca de inversión como fue la ley Glass Steagall, cuestión que resulta más chocante aún, cuando se ha pasado todo el libro denostando las “malas ideas” y “malas políticas” que desde los años ‘80 favorecieron a las “finanzas”. Tampoco sugiere, aún cuando sostiene casi como una letanía el dilema de la reducción del consumo, ningún tipo de ley comparable, bajo las condiciones y necesidades actuales, a las que durante el primer y segundo New Deal regulaban las horas máximas de trabajo y los salarios mínimos o establecían derechos de sindicalización y leyes de seguridad social, más allá de alguna tibia recomendación [103]. Del mismo modo, alude a la Works Progress Administration (WPA) [104] para mostrar la deficiencia de los planes actuales pero, más allá de vagas especulaciones, no propone nada parecido. Y esto al tiempo que sostiene que estamos en una depresión al menos “casi” tan grave como la de los años ‘30.
Por otra parte y amén de la liviandad de las medidas sugeridas, resultan sintomáticas las diferencias de programa que esboza Krugman para Estados Unidos y Europa. Toda su prédica contra los “austeríacos” y la utopía reaccionaria que propone para la zona euro, acompañada esencialmente de reducciones salariales y ajustes fiscales para los países deficitarios, contrasta con la política de gasto (aún muy light) sugerida para Estados Unidos. En esta diferencia, Krugman parecería darle implícitamente la razón, aunque en una acepción senil, a la caracterización de Trotsky de los años ‘30, en el sentido de que el New Deal era una “política norteamericana por excelencia”. Aunque en el momento en que Trotsky escribía, Estados Unidos era una nación pujante y acreedora y ahora es una nación deudora –cuestión que a Krugman lo tiene sin cuidado [105]– y en decadencia. Pero más allá de todos estos aspectos y pensando en una perspectiva de más largo plazo, resultan particularmente sugerentes los límites que el propio Krugman plantea a las posibilidades de una intervención estatal en “gran escala” que otorgue verdadero impulso a la economía norteamericana. Este es el punto central que queremos discutir y al que dedicamos el siguiente apartado.
Economía, política y guerra: ese oscuro objeto keynesiano
Hay un único aspecto en toda su exposición en el que Krugman realmente parece sincerarse, manifestando una dificultad o poniendo al descubierto un lugar oscuro que explícitamente declara no poder resolver. Es cuando intenta buscar históricamente algún ejemplo que permita verificar que el incremento del gasto estatal haya permitido superar alguna crisis capitalista de envergadura. El único ejemplo que encuentra, y ese es su problema, es el de las guerras y en particular el de la Segunda Guerra mundial. Veámoslo en sus palabras: “examinar los efectos de las guerras –incluyendo las carreras armamentísticas que las preceden y los recortes militares que les siguen– nos dice mucho sobre los efectos del gasto gubernamental. Pero ¿acaso son las guerras la única forma de estudiar la cuestión? En lo que se refiere a los grandes incrementos del gasto gubernamental, por desgracia, sí. Es raro que ocurran estos grandes programas de gasto, salvo en respuesta a una guerra o a una amenaza de guerra” [106]. Se trata de un problema profundo del que Krugman pretende librarse esgrimiendo el argumento de que si bien no existe ejemplo por la positiva que pueda demostrar esta correlación, podría intentar demostrase por la negativa, es decir, teniendo en cuenta que las políticas de austeridad fiscal siempre han conducido a situaciones de contracción económica y aumento del desempleo. Y concluye: “Así pues, la austeridad, y no sólo la guerra, también nos proporciona información sobre los efectos de la política fiscal” [107]. Que nos “proporciona información”, es innegable, le concedemos esto a Krugman, pero lamentablemente no tiene nada que ver con lo que se buscaba demostrar. Lo que queda sin revelar es por qué motivo, en el curso de grandes crisis o depresiones y bajo condiciones de paz, el estado capitalista es incapaz de traccionar a la economía de la forma en que sí lo hace en períodos de guerra o en el curso de los preparativos para la guerra. Señala Krugman que hacia mediados de 1939 “la economía de Estados Unidos había superado ya la peor parte de la Gran Depresión, pero la depresión no se había terminado, en absoluto […] podemos decir que, en el mejor de los casos, la tasa de desempleo, tal como la definimos hoy, estaba por encima del 11 por 100. Y a muchas personas aquello les parecía un estado permanente: el optimismo de los primeros años del New Deal había sufrido un fuerte revés en 1937, cuando la economía se vio afectada por una segunda recesión grave. Pero al cabo de dos años, la economía estaba en auge y el desempleo descendía. ¿Qué pasó? La respuesta es que, por fin, alguien empezó a gastar lo suficiente como para que la economía se animase otra vez. Y ese ‘alguien’, por supuesto, fue el gobierno. El objetivo de aquel gasto era, básicamente, destruir más que construir; tal como lo formularon los economistas Robert Gordon y Robert Krenn, en el verano de 1940 la economía de Estados Unidos ‘fue a la guerra’. Bastante antes de Pearl Harbor, el gasto militar se elevó mientras Estados Unidos corría a sustituir los barcos y otro armamento enviado a Gran Bretaña como parte del programa de Préstamo y Arriendo; y se construían a toda prisa campamentos militares para albergar a los millones de reclutas nuevos incorporados tras el llamamiento a filas. Cuando el gasto militar empezó a crear empleos y aumentaron los ingresos familiares, también se recuperó el gasto de los consumidores […] Cuando las empresas vieron que subían las ventas, respondieron a su vez aumentando también el gasto. Y así fue como terminó la Depresión, y todos aquellos trabajadores […] volvieron a trabajar” [108]. Y como no podía ser de otro modo, para explicar lo “inexplicable” Krugman apela una vez más a la tesis de la “voluntad”, la “decisión”, las “buenas” y las “malas” políticas y nos dice: “¿Qué importancia tenía que el gasto fuera para programas de Defensa, y no nacionales? En términos económicos, no importó en absoluto: el gasto crea demanda, sea para lo que sea. En términos políticos, por supuesto que importaba, y muchísimo: durante la Depresión, muchas voces influyentes advirtieron sobre los peligros de un gasto gubernamental excesivo y, en consecuencia, todos los programas de creación de empleo del New Deal fueron siempre demasiado pequeños, dado el calado de la crisis. Lo que se consiguió con la amenaza de la guerra fue silenciar por fin las voces del conservadurismo fiscal y abrir la puerta a la recuperación; y por eso bromeaba yo, en el verano de 2011, y decía que lo que necesitamos de verdad es un amago de invasión alienígena que provoque un gasto masivo en la defensa antialienígena” [109]. Krugman por supuesto no tiene la menor intención de preguntarse qué puede tener que ver con las condiciones propias de la producción y la acumulación del capital el hecho de que “la amenaza de guerra” haya silenciado “las voces del conservadurismo fiscal”. Qué puede tener que ver con dichas condiciones el hecho de que “el objetivo de aquel gasto era, básicamente, destruir más que construir”. Radica aquí un “objeto oscuro” que el propio Keynes y más tarde el keynesianismo, fundamentalmente debido a una cuestión de pertenencia de clase, jamás han podido desentrañar. Pero no es en esencia una cuestión irresoluble. En parte basta ordenar de forma distinta los factores que el mismo Krugman describe y disponerse a “criticar” una “economía política” que considera al capital como la forma natural y eterna de organización de la producción social. “La amenaza de guerra” silenció “las voces del conservadurismo fiscal” porque el fisco cambiaba su rol y se transformaba ahora en demandante de barcos, armamentos y todos los implementos necesarios para montar campamentos militares. Es decir, mercancías, en cuya producción se genera valor y cuya demanda queda garantizada por parte del Estado. De ahora en más el Estado cambiaba la prioridad de un gasto orientado a tareas improductivas desde el punto de vista de la producción de plusvalor por un gasto destinado a demandar trabajo productivo [110]. El Estado se convertía en un mercado seguro, con un plan predeterminado, demandante por encargo de armamento, vehículos y todo tipo de implementos vinculados a la producción militar incluidos, entre otros, textiles, alimentos, productos químicos y farmacéuticos. De modo que la guerra, en realidad, más que silenciar las voces del conservadurismo fiscal, vino a garantizar tanto las condiciones de la producción como de la realización del plusvalor en un “nicho” extraordinario y con garantía estatal. Las “voces influyentes” que “advirtieron sobre los peligros de un gasto gubernamental excesivo” y que determinaron que “todos los programas de creación de empleo del New Deal” fueran “siempre demasiado pequeños”, tenían un poderoso significado en términos de la producción capitalista. El New Deal resultó en sí mismo un mecanismo ciclópeo de contención de la crisis. No condujo a una prosperidad estructural de la economía norteamericana sino que implementó una serie de parches, como seguros de desempleo, empleos estatales extremadamente precarios, alentó la destrucción de cosechas y las matanzas de animales para reducir la oferta y recuperar los deprimidos precios del agro, subsidió a los productores para que redujeran el área sembrada, entre otras muchas medidas. Todos estos mecanismos lograron reducir la desocupación, apaciguar la tensa situación social y sacar a la economía de la parálisis. Pero el gran obstáculo de la ganancia capitalista asociada fundamentalmente a la sobreacumulación de capitales, no podía ser resuelto por las medidas de gasto estatal improductivo del New Deal. Ese gasto no podía dinamizar ningún proceso vigoroso de acumulación de capital que traccionara al resto de la economía. La preparación para la guerra habilitó el montaje del aparato militar-industrial parasitando una demanda garantizada por el Estado, con la posterior “ocupación” (reclutamiento) de 17 millones de hombres en el ejército, la incorporación masiva al mercado de trabajo de las mujeres y los negros, y la limitación del derecho de huelga bajo el lema “ganar la guerra es producir más”. La planificación parcial que el Estado ejerció sobre la industria militar, reemplazó en parte el rol también relativamente planificador de los trust y cartels cuyo accionar había sido tímidamente limitado por las medidas del New Deal. Por otra parte, y de manera concomitante, el objetivo de “destruir más que construir”, mal que le pese a Krugman, está asociado al mecanismo de “limpieza” que ponen en marcha las crisis en el modo de producción capitalista y que actúa como forma de eliminar fuerza productiva “sobrante”. Krugman se horroriza y califica de “infame” el pasaje de Raghuram Rajan de la Universidad de Chicago cuando dice que “nuestro análisis nos lleva a creer que la recuperación sólo es firme si se produce por sí sola. Pues todo resurgimiento que se deba meramente a un estímulo artificial deja sin realizar parte de la labor de las depresiones y añade, al residuo indigerido del desajuste, un nuevo desajuste propio que habrá que resolver a su vez, con lo cual amenaza a las empresas con otra crisis futura” [111]. Rajan, a quien Krugman asocia fielmente con Schumpeter, no hace más que sincerar la lógica del funcionamiento del capital. Salvo que, como Hayek y Schumpeter, es incapaz de reconocer las condiciones del fin del laissez faire que aquejan al capitalismo desde principios del siglo XX. Y esa falta de reconocimiento le impide ver el salto de calidad en el rol del Estado respecto de la economía. En la época actual, la “limpieza” de capitales, la destrucción de fuerza productiva, requiere proporciones de tal magnitud –en parte debido a las propias condiciones asociadas al fin del laissez faire–, que las guerras y la centralización del aparato estatal, resultan el mecanismo por excelencia para llevarlas a cabo. En última instancia, podría decirse que la conclusión de Keynes en 1940 al señalar que “parece políticamente imposible que una democracia capitalista organice el gasto en una escala necesaria para realizar el gran experimento que daría prueba a mis tesis –salvo que se verifique una guerra–” [112], puede tomarse como un “reconocimiento” a Hayek, aunque matizado por la perspicaz visualización de Keynes respecto del rol necesario del Estado sobre la economía [113]. No obstante la conclusión nunca puede tomarse como un reconocimiento efectivo porque la intención de Keynes era “demorar” tanto la guerra, como una destrucción masiva de fuerzas productivas, evitarlas y mostrar que el capitalismo podía reformarse. Los consejos hayekianos “libertarios” provocaban en Keynes un manifiesto temor al desarrollo de la revolución en general y a la revolución rusa en particular que hizo explícito en múltiples ocasiones. Su objetivo declarado era “reproducir en condiciones de paz” las “bondades de la guerra” [114], cuestión que hasta hoy día y como puede verse en el discurso de Krugman, continúa como un “objeto oscuro” de la teoría económica burguesa tanto “neo” como abiertamente keynesiana.
Una reflexión final
Mencionamos en la introducción un concepto de Lenin cuando refería que “la política es economía concentrada” discutiendo la idea de Krugman de que es en última instancia la “mala política” la que enferma a una economía capitalista “sana”. Trotsky decía que con su afirmación Lenin quería significar que “cuando los procesos, tareas e intereses económicos adquieren un carácter conciente y generalizado (“concentrado”), entran en la esfera de la política, por virtud de ese mismo hecho, y constituyen la esencia de la política” [115]. Alguien tan lejano a Lenin y a Trotsky como el general prusiano Karl von Clausewitz, y como es harto conocido, afirmaba que “la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de la misma por otros medios” [116]. De la relación entre la afirmación de Lenin y la de Clausewitz, podríamos en cierto modo y en última instancia, definir la guerra como la continuación de la economía, en su forma consciente y generalizada (siguiendo la interpretación de Trotsky), por otros medios (tomando la idea de Clausewitz). No debería ironizar tanto Krugman con imágenes hollywoodenses de alienígenas. La actual situación económica amenaza prolongarse como catástrofe mientras en el terreno de la “política” tienden a empantanarse la “negociación” y la “cooperación” entre Estados capitalistas. En última instancia, en su conclusión de 1940, Keynes estaba en lo cierto y Krugman tiene motivos para no encontrar ejemplos en el terreno de la paz, salvo que se halla muy lejos de extraer las conclusiones del caso. En última instancia, una salida capitalista al empantanamiento actual, al “estado crónico de actividad inferior a la normal” sin “tendencia marcada ni hacia la recuperación ni hacia el hundimiento completo”, pero acompañado de convulsiones permanentes, requeriría al menos como precondición inicial, de una nueva destrucción masiva de capital con las infinitas penurias que ello conllevaría para los trabajadores y el movimiento de masas. Y también demandaría de alguna nación pujante como lo fue Estados Unidos hacia el final de los años ‘30, dispuesta a establecer su propio orden [117]. Pero el concepto de guerra entre estados, como necesidad, es la negación de la idea de reforma. Y es esa negación la que alumbra a su vez la posibilidad de la subversión del orden existente o sea, la posibilidad de revolución. En la idea y en la práctica de la revolución, se encuentra la solución a la “paradoja keynesiana” y la respuesta a cómo lograr las “ventajas” de la guerra en el sentido de la planificación y la centralización de las fuerzas productivas, en condiciones de paz. Pero, eso sí, requiere expropiar a los expropiadores, acabar con la propiedad privada de los medios de producción. No por casualidad ninguna teoría económica burguesa, ni la hayekiana libertaria ni la keynesiana, por no hablar de la neoclásica o la neokeynesiana, admiten la guerra en su programa.
NOTASADICIONALES
[1] Corriente de pensamiento económico que surgió en los años ‘90 como reacción a la dominante escuela de Chicago y que, aún cuando acepta muchas de sus postulaciones, defiende determinados preceptos keynesianos y postula la necesidad de intervenciones estatales limitadas.
[2] Paul Krugman, ¡Acabad ya con esta crisis!, Barcelona, Crítica, 2012, p. 245.
[3] Ibídem, p. 32.
[4] Ibídem, p. 34.
[5] Ibídem, P. 34.
[6] Ver Juan Chingo, “Crisis y contradicciones del ‘capitalismo del siglo XXI’”, Estrategia Internacional N.° 24, diciembre 2007/enero 2008 y Paula Bach, “Las medidas de contención devienen eslabones débiles”, Estrategia Internacional N.° 27, marzo 2011.
[7] Ver Paula Bach, “Apuntes a propósito de Keynes, el marxismo y la época de crisis, guerras y revoluciones”, Lucha de Clases N.° 9, junio de 2009.
[8] Paul Krugman, ob. cit., p. 41.
[9] Ibídem, p. 43.
[10] Ibídem, pp. 43/44.
[11] La escuela neoclásica, entendida como “nueva economía clásica”, se impuso como teoría dominante a partir de los años ‘80. Entre sus preceptos fundamentales se encuentran la teoría de las expectativas racionales, la teoría del ciclo económico real y la teoría del mercado eficiente.
[12] La escuela poskeynesiana, entre cuyos principales exponentes resaltan Piero Sraffa, Joan Robinson, Michael Kalecki y Nicholas Kaldor, sostiene fundamentalmente que la posición de Keynes era en cierto modo más radical que la que efectivamente dejó escrita en su obra principal la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Resaltan la importancia de la incertidumbre en la teoría de Keynes y se oponen a la “síntesis neoclásica keynesiana”.
[13] Paul Krugman, ob. cit., p. 55.
[14] Ibídem, p. 56.
[15] Ibídem, p. 57.
[16] Término acuñado por el economista Paul McCulley del fondo de inversión Pimco.
[17] Paul Krugman, ob. cit., p. 58.
[18] Ibídem, p. 61.
[19] Ibídem, p. 62.
[20] ídem.
[21] Los volúmenes de deuda acumulados durante las últimas tres décadas, están íntimamente asociados a la forma en que el capitalismo superó la crisis económica mundial de los años ‘70 consecuencia del fin de las condiciones excepcionales para la acumulación del capital que rigieron durante la segunda posguerra mundial. El ascenso de la tasa de ganancia asociado a la contraofensiva neoliberal que se impuso como subproducto de una serie de desvíos de la lucha de clases en el centro del mundo capitalista y derrotas sangrientas en la periferia durante el período ‘74/’82, se centró fundamentalmente en un incremento de la plusvalía absoluta basada en reducciones salariales y una progresiva liquidación de conquistas obreras. A este proceso se sumó la posterior reincorporación al mercado capitalista de 1.470 millones de trabajadores como subproducto de la restauración capitalista en China, la URSS y los países de Europa del Este, que a su vez actuó como un gran ejército de reserva impulsando aún más a la baja el precio mundial de la fuerza de trabajo. Sin embargo, este proceso no se acompañó de la necesaria (desde el punto de vista del capital) destrucción de fuerza productiva, como sí había sido el resultado durante la segunda posguerra como subproducto de dos guerras mundiales y la crisis de los años ‘30. El incremento de la tasa de ganancia, basado fundamentalmente en un incremento de la plusvalía absoluta, dejó sin resolver la cuestión de la sobreacumulación de capitales que se había provocado durante el boom y determinó además un mercado capitalista reducido en cuanto a las condiciones de realización del plusvalor. Las necesidades de valorización ficticia del capital, inseparables de los ingentes volúmenes de deuda creados que estimularon tanto la burbuja de las punto com en los años ‘90 como la burbuja inmobiliaria en los 2000, actuaron como contratendencia a dichas dificultades para la realización del capital y para su acumulación productiva. Para profundizar este aspecto puede verse Juan Chingo, ob. cit., Matías Maiello y Emilio Albamonte, “En los límites de la “restauración burguesa”, Estrategia Internacional N° 27 y Paula Bach, “Las medidas de contención…”, ob. cit.
[22] Paul Krugman, ob. cit., p. 56.
[23] Término que hace referencia a las teorías de Joseph Alois Schumpeter, economista austríaco liberal (1853-1950), que se destacó por sus investigaciones sobre las irregularidades del ciclo económico y popularizó el concepto de “destrucción creativa” como forma de describir el proceso de transformación que acompaña a las innovaciones técnicas.
[24] Paul Krugman, ob. cit., p. 217.
[25] Acrónimo que se forma con las iniciales de Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España y que en inglés significa “cerdos”.
[26] Acrónimo que se forma con las iniciales de los países mencionados en la nota 25 y que en inglés, aunque se escribe con “y” final, significa “gitanos”. Este término tiene la característica de efectuar una discriminación doble: por un lado hacia los gitanos y por propiedad transitiva hacia los países mencionados.
[27] Ver en esta misma edición “Economía y geopolítica de la crisis capitalista: el fin de las ‘soluciones milagrosas’ de 2008/9 y el aumento de las rivalidades en el sistema mundial”, Juan Chingo.
[28] Paul Krugman, ob. cit., p. 202.
[29] ídem.
[30] Término acuñado por el analista financiero Robert Parentau que unifica la idea de austeridad con la denominación de la corriente de pensamiento económico liberal fundada por Friederich Hayek, Carl Menger y Ludwing von Mises entre otros, conocida como Escuela Austríaca.
[31] Paul Krugman, op. cit., pp. 219/220.
[32] Resulta importante resaltar el carácter “parcial” de dichas nacionalizaciones que en ningún caso adoptaron formas confiscatorias, cuestión que demuestra que las políticas implementadas durante esta primera etapa, tuvieron sumo cuidado en evitar la desestructuración del actual sector que dirige las finanzas y la economía mundial. Estas políticas siquiera rozaron las medidas de F. D. Roosvelt cuando bajo el New Deal promulgó la ley Glass Steagall que separó la actividad de la banca comercial de aquella de la banca de inversión.
[33] Ver Paula Bach, “Las medidas de contención…”, ob. cit.
[34] Paul Krugman, ob. cit., p. 205.
[35] Administración de Recuperación Nacional que se creó en 1933, tras la sanción de la Ley de Recuperación Industrial Nacional (NIRA). La NRA era un organismo gubernamental que ejercía el control directo de precios, controlaba la producción en las industrias, regulaba las horas máximas de trabajo y los salarios mínimos, además de aplicar un conjunto de códigos para garantizar un mayor grado de competencia entre las empresas de los distintos sectores. Esta ley fue en gran parte un intento de contrarrestar el hecho de que los oligopolios, como señala Galbraith en Historia de la Economía, en la medida en que limitaban la competencia, actuaban fijando precios a la baja en el sector industrial tanto de los salarios como de los productos, cuestión que producía una espiral descendente que realimentaba la deflación instalada. Citado por Mario Rapoport y Noemí Brenta, Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo, Capital Intelectual, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2010, p. 335.
[36] Ver nota 21.
[37] “The network of global corporate control”, Stefania Vitali, James B. Glattfelder y Stefano Battiston, http://arxiv.org/PS_cache/arxiv/pdf/1107/1107.5728v2.pdf
[38] Esta circunstancia no debe confundirse con el hecho de que en toda situación los Estados acreedores desarrollen políticas acordes con la necesidad de cobro de sus deudas. Todo depende de la posición relativa del Estado en cuestión. Basta recordar el Plan Marshall y las políticas impulsadas por el principal acreedor del mundo, Estados Unidos –una vez asegurada su “posición relativa”-, durante la segunda posguerra mundial, hacia sus deudores europeos entre los que se encontraba Alemania.
[39] Paul Krugman, ob. cit., p. 203.
[40] Significa en inglés “relajación cuantitativa”. Estados Unidos promovió desde el año 2010 dos de estos programas mediante los cuales compró títulos del gobierno de medio y largo plazo por un valor de 600.000 millones de dólares, inyectando en los bancos su equivalente monetario.
[41] Paul Krugman, ob. cit., p. 139.
[42] ídem.
[43] Ibídem, p. 218.
[44] Ver Paula Bach, “Apuntes a propósito de Keynes…”, ob. cit.
[45] Robert Skidelsky, El regreso de Keynes, Crítica, Barcelona, 2009, p. 132.
[46] El mainstream es decir, la teoría económica dominante, durante los años de posguerra fue en realidad una suerte de “keynesianismo bastardo” según algunos autores –ver El regreso de Keynes, Robert Skidelsky–, consentido por el propio Keynes, quien estaba mucho más preocupado por poner en marcha una política activa que por insistir sobre la estricta adhesión a su teoría. Esta teoría económica dominante hasta entrados los años ‘70 puede definirse como una primera “síntesis neoclásica keynesiana” –ver Rolando Astarita, Keynes, poskeynesianos y keynesianos neoclásicos. Apuntes de economía política, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 2008.
[47] Retomando conceptos de la teoría economía clásica, el monetarismo moderno sostiene, en oposición a la teoría keynesiana, que el ciclo económico no se rige por las oscilaciones de la inversión o el consumo, sino fundamentalmente por las variaciones del stock de dinero en la economía. Sostiene que en el largo plazo, el aumento de la cantidad de dinero no modifica las cantidades de bienes sino que sólo contribuye al aumento general de los precios.
[48] Asocia el concepto de “pleno empleo” en la economía a un nivel de “equilibrio” del desempleo que se establece en condiciones de inflación estable.
[49] Robert Skidelsky, El regreso de Keynes, ob. cit., p. 130.
[50] Expresado de manera muy simplificada, esta teoría sostiene fundamentalmente dos postulados. El primero es que los “individuos racionales” utilizarán con eficacia toda la información “extensa y precisa” de la que disponen. El segundo es que el futuro puede ser inferido a partir del conocimiento del pasado y del presente. Basada en estos dos postulados la teoría sostiene que en promedio, los “agentes económicos” no cometerán errores. Esta teoría está en la base de la idea de la “autorregulación de los mercados” y excluye la posibilidad de grandes crisis salvo como resultado de alguna “sorpresa” es decir, de algo que no ocurrió antes. Del mismo modo y en base a los postulados mencionados, rechaza la intervención del Estado sobre la economía que considera inútil e incluso perjudicial. Friedman a diferencia de esta teoría, sostenía que las expectativas eran “adaptativas”, es decir, que los “agentes económicos” tardan en asimilar los cambios y en utilizar la información del pasado por lo que en el corto plazo y debido a que no alcanzan a prever, pueden ser “engañados” por el Estado, motivo por el cual, el gobierno puede aplicar políticas que resulten efectivas auque sólo en el corto plazo.
[51] Vale aclarar que aún cuando estas teorías se declaraban enemigas del gasto fiscal, jamás cuestionaron –ninguna teoría económica burguesa lo hizo–, el gasto estatal militar.
[52] Actual Presidente de la Reserva Federal norteamericana.
[53] Los neokeynesianos matizan la teoría de las expectativas racionales poniendo de relieve la existencia de “información imperfecta”, es decir, que no todos los “agentes económicos” tienen en el mercado iguales posibilidades de acceso a la información.
[54] La idea de vaciamiento de los mercados está asociada al momento en que la oferta y la demanda coinciden, por lo cual no hay excesos y los mercados se encuentran en equilibrio.
[55] Robert Skidelsky, ob. cit., p. 134.
[56] El neokeynesianismo, al adoptar la teoría de las expectativas racionales, abandona la idea de la “incertidumbre”, elemento central a través del cual Keynes explicaba el mecanismo mediante el cual se producen las grandes recesiones y su tendencia a extenderse en el tiempo. Keynes consideraba que durante estos períodos resultaba imposible asignar ningún tipo de probabilidad. Los neokeynesianos son fuertemente criticados por la corriente poskeynesiana y el abandono del concepto de “incertidumbre” constituye un elemento fundamental de la crítica.
[57] “Lo que en realidad ocurrió, por descontado, fue que en 2008-2009 la Reserva Federal hizo todo lo que Friedman afirmaba que debería haber hecho en los años treinta del siglo anterior; y aún así, la economía parece atrapada en una enfermedad que, sin ser tan negativa como la Gran Depresión, sin duda exhibe un parecido claro”, Paul Krugman, ob. cit., p. 117.
[58] Gideon Rachman, “Why I’m feeling strangely Austrian”, Financial Times, 9 de enero de 2012.
[59] Paul Krugman, ob. cit., p. 10.
[60] Ver Paula Bach, Prólogo e Introducción a El capitalismo y sus crisis, compilación de escritos de León Trotsky, CEIP, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2008.
[61] Ver Matías Maiello y Emilio Albamonte, ob. cit.
[62] Friederick von Hayek (1899-1992) fue un economista austríaco fundador junto a Carl Menger y Ludwing von Mises entre otros, de la denominada Escuela Austríaca, núcleo del desarrollo de lo que se conoce como el “liberalismo moderno”. La teoría austríaca del ciclo económico sostiene que la expansión artificial del crédito, es decir, fomentada por la manipulación a la baja del tipo de interés, tiende a aumentar la inversión y a estimular un falso auge económico. Estas inversiones se orientan hacia proyectos que no habrían sido rentables de no haber mediado la baja mencionada de la tasa de interés y en algún momento provocarán la sobrevaluación de determinados activos creando burbujas que inevitablemente acaban estallando. Cuando las tasas de interés retornan a su nivel “normal”, se corta el crédito barato y las inversiones que parecían rentables con precios inflados, ahora dejan de serlo, por lo que la crisis estalla y se efectúa la normal liquidación de las inversiones erróneas. Como es de suponer, Hayek fue durante la década del ‘30 el mayor oponente de John Maynard Keynes.
[63] Gideon Rachman, ob. cit.
[64] Paul Krugman, ob. cit., p. 241.
[65] Para profundizar sobre la contradicción entre Estados Unidos y Alemania ver en esta misma edición “Economía y geopolítica de la crisis capitalista: el fin de las ‘soluciones milagrosas’ de 2008/9 y el aumento de las rivalidades en el sistema mundial”, Juan Chingo. Para profundizar sobre las cuestiones monetarias ver Paula Bach, “La ‘cuestión monetaria’ y el equilibrio capitalista”, Suplemento Econocrítica N° 7, 23 de octubre de 2008 y “Cuestiones estratégicas”, La Verdad Obrera, 19/01/2012.
[66] León Trotsky, “El marxismo y nuestra época”, El capitalismo y sus crisis, CEIP “León Trotsky”, Bs. As., 2008.
[67] Paul Krugman, ob. cit., p. 197.
[68] Ibídem, p. 182.
[69] Ibídem, p. 188.
[70] ídem.
[73] Según otra fuente, Rankia –comunidad financiera–, que analiza los costos laborales por hora en el sector industrial a PPA (Paridad de Poder Adquisitivo), el precio de la hora de trabajo era en 2008 de 38,1 euros en Alemania y 24,6 euros en España.
[74] Dominique Plihon y Nathalie Rey, “L’Espagne, douce anées d’aveuglement”, Les Economistes atterrés, Université Paris-Nord, diciembre 2011, http://atterres.org/.
[75] Paul Krugman, ob. cit., p. 182.
[76] Ibídem, p. 177.
[77] ídem.
[78] Ibídem, p. 194.
[79] Ibídem, p. 193.
[80] Ibídem, p. 198.
[81] Ibídem, pp. 197/198.
[82] Ver en esta misma edición “Economía y geopolítica de la crisis capitalista: el fin de las ‘soluciones milagrosas’ de 2008/9 y el aumento de las rivalidades en el sistema mundial”, Juan Chingo.
[83] Paul Krugman, op. cit., p. 193.
[84] Ibídem, p. 198.
[85] Ibídem, p. 121.
[86] Ibídem, p. 122.
[87] Ibídem, p. 128.
[88] ídem.
[89] Ibídem, p. 225.
[90] Ibídem, pp. 168/169.
[91] Ibídem, p. 231.
[92] Ibídem, p. 133.
[93] Ibídem, p. 176.
[94] ídem.
[95] Ibídem, pp. 158/159.
[96] Ibídem, p. 159.
[97] Ibídem, p. 228.
[98] ídem.
[99] Ibídem, p. 234.
[100] Ibídem, p. 232.
[101] Ibídem, p. 234.
[102] Ibídem, p. 243.
[103] Krugman sugiere con displicencia “un incremento temporal de la generosidad del seguro por desempleo y otros programas de la red de seguridad social” (Paul Krugman, ob. cit., p. 229) aún cuando señalando una debilidad profunda de Estados Unidos, destaca que “como las naciones europeas poseen redes de seguridad social mucho más fuertes que Estados Unidos, las consecuencias inmediatas del desempleo son mucho menos graves”, Paul Krugman, ob. cit., p. 27.
[104] Agencia creada en 1935 por el gobierno de Roosevelt bajo el New Deal, que se ocupaba de promover todo tipo de obras públicas para dar empleo a los desempleados.
[105] Krugman plantea que el endeudamiento para Estados Unidos no representa un verdadero problema debido a que como Japón, o Gran Bretaña, se endeuda en su propia moneda y en tanto la deuda crezca más lentamente que la inflación y el crecimiento económico. Otra cuestión representa el caso de Italia, España, Grecia o Irlanda que carecen de moneda propia y por tanto se endeudan en euros cuestión que los torna extremadamente vulnerables a los ataques de los especuladores. Bajo estas definiciones, Krugman soslaya la frágil posición del dólar como moneda mundial de reserva que se puso de manifiesto durante las duras discusiones sobre el presupuesto entre Demócratas y Republicanos durante el pasado año 2011 a las que una vez más Krugman presenta como expresiones de “buenas” y “malas” políticas e ideas. Ver capítulo 8 de Paul Krugman, ob. cit.
[106] Ibídem, p. 250.
[107] ídem.
[108] Ibídem, pp. 48/49.
[109] ídem.
[110] En términos marxistas relativos a la producción capitalista, la palabra productivo significa que produce valor y plusvalor.
[111] Citado por Paul Krugman, ob. cit., p. 217.
[112] New Republic, 29 de julio de 1940.
[113] Para profundizar sobre este aspecto ver Paula Bach, “Apuntes a propósito de Keynes…”, ob. cit.
[114] John Maynard Keynes, El final del laissez faire, apartado III, Hogart Press, 1926, http://www.eumed.net/cursecon/textos/keynes/final.htm
[115] León Trotsky, En defensa del marxismo, El Yunque, Buenos Aires, 1975, p. 105.
[116] Karl von Clausewitz, De La Guerra, Libro I, capítulo I, apartado 24, Maldoror, Barcelona, 1972, p. 58.
[117] Ver artículo en esta misma edición, “Economía y geopolítica de la crisis capitalista: el fin de las ‘soluciones milagrosas’ de 2008/9 y el aumento de las rivalidades en el sistema mundial”, Juan Chingo.